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viernes, 26 de marzo de 2010

CALOR EN LA MAÑANA

Recuerdo una fría mañana de finales de enero. El año 1972 estaba recién estrenado. Las luces navideñas se habían apagado y fueron reemplazadas por la monotonía diaria. Mi pupitre se encontraba junto a la ventana. Me consideraba un privilegiado porque, además de disfrutar de un ventanal con excelentes vistas, gozaba del confortable calor de la calefacción. Al encontrarme junto al radiador mi cuerpo infantil se adormecía plácidamente, como si se tratase de un sucedáneo de mi cama, la que tanto me costaba abandonar en aquellos días invernales.

Quedaba poco para que el timbre pusiera punto y final a la clase de matemáticas. El hermano Rafael nos había explicado cómo resolver los problemas de cálculo. Debíamos comprender perfectamente cuando había que aplicar la suma, resta, multiplicación o división. Su técnica de enseñanza se basaba en la insistencia. Durante días, de manera machacona, repetía los mismos conceptos; luego nos asediaba con una batería de preguntas. Su dedo índice señalaba a un alumno y éste debía responder con prontitud a sus requerimientos. Si fallaba o titubeaba se acercaba sigilosamente hasta él y le obsequiaba con un bofetón. Repetía la pregunta hasta que acertaba. Jamás se rendía; no admitía que nadie se quedase descolgado en su clase. Todos los alumnos, sin excepción, debíamos adquirir unos conocimientos básicos.

Media hora antes de salir al recreo se me ocurrió la peregrina idea de meterme un bolígrafo Bic en el bolsillo del pantalón; había perdido el capuchón con lo cual estaba aún más desprotegido. No quería que se me olvidada por si lo necesitaba para tachar de mi lista de cromos alguna nueva adquisición. Durante los recreos acostumbrábamos a cambiar cromos de fútbol. En los bolsillos llevaba, junto a la lista, un taco de repetidos prendidos con una goma. El calor que desprendía el radiador era tan agradable que pegué mi muslo izquierdo al mismo. Desde mi ventana contemplaba un descampado en el que crecía la hierba escarchada, cubierta de una fina y brillante capa de hielo. La poca gente que acertaba a pasar por el lugar cubría su cabeza con gorros de lana y se abrigaba el cuello con bufandas. El viento silbaba y movía los chopos desnudos, los mecía a su capricho.

Y al fin sonó el timbre. Ordenadamente fuimos saliendo del aula, no sin antes oír las instrucciones del hermano Rafael:

-Esta mañana, después del recreo, me presentarán en la sala de profesores los cuadernos de caligrafía los siguientes caballeretes: Rubén Alzola y Fernando Infante. Los demás subís a clase y en silencio empezáis a hacer caligrafía; despacito y buena letra. No quiero tener que castigar a nadie. Me presentaré en el aula cuando menos lo esperéis y si pillo a alguien haciendo el burro se acordará de mí; ¿entendido?

Al unísono respondimos:

-Sí hermano Rafael

Y abandonamos el aula bajando las escaleras en perfecta formación. Yo deseaba estar con Garrido porque había prometido traerme un cromo de Lora, el jugador del Sevilla. Pensaba darle a cambio el de Pirri. Garri era un chico dicharachero y simpático, extrovertido y seguro de si mismo. Yo me recuerdo a mí mismo como un muchacho tímido al que le gustaba pasar desapercibido en clase.

No me di cuenta del percance hasta que fui a coger el bolígrafo para tachar el número de mi lista. Garrido puso cara de asombro y exclamó:

-¡Anda la que acabas de hacer! Tienes la mano manchada de azul….

Al contemplar el desaguisado un escalofrío recorrió mi cuerpo. Mi mano izquierda aparecía teñida de un azul intenso y brillante. Me dirigí corriendo al lavabo para poder limpiármela pero inoportunamente sonó el timbre que indicaba el fin del tiempo de descanso. Rápidamente todos los escolares corrimos a gran velocidad a nuestras respectivas filas.

El hermano Rafael tocó el silbato para indicarnos que debíamos permanecer en silencio. En doble fila atravesamos la puerta metálica y llegamos a clase. No supe reaccionar debidamente; con el pañuelo podría haber eliminado la tinta fresca y apenas hubieran quedado restos del percance. Vi a Rubén correr, cuaderno en mano, en dirección a la sala de profesores. Yo debía darme prisa porque al tutor no le gustaba esperar. En un par de minutos acabaría de revisar el trabajo caligráfico de Alzola y me tocaría a mí.

Aceleradamente abrí la tapa del pupitre. En el interior todo se encontraba perfectamente ordenado. El hermano Rafael tenía costumbre de sorprendernos con “la revista inesperada”. No podía aceptar que los alumnos utilizásemos el pupitre como una “guarida” para esconder canicas, cromos y demás menudencias. Y por supuesto perseguía con saña a aquel alumno que convertía el pupitre en una leonera. El primer día de clase escribió en la pizarra, con letra caligráfica y bien grande, su lema preferido: “Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio”. Cuando alguien osaba desobedecerle en esta materia tan fundamental le retorcía las orejas con tanta saña que al pobre muchacho se le saltaban las lágrimas, o probaba una buena ración de “palito mágico”. Tenía una varita de madera que solía utilizar para marcar el ritmo a la hora de repasar en voz alta las tablas matemáticas. También la utilizaba como instrumento de castigo, golpeando con él a diestro y siniestro el cuerpo del discípulo.

Al coger el cuaderno de caligrafía Rubio, con sus tapas de un verde azulado, manché con un borrón espantoso la cubierta; la tinta de mis manos estaba aún fresca. Me hubiera gustado en ese momento ser tragado por la tierra, evaporarme para siempre, ser abducido por algún ser extraterrestre. Cualquier cosa era mejor que tener que presentarme al hermano Rafael con el cuaderno manchado. Para colmo mi amigo Jesús en vez de animarme echó más leña al fuego, me puso más nervioso:

-¡La que acabas de hacer!; ¡se te va a caer el pelo! Macho, no me gustaría estar en tu pellejo ni por todo el oro del mundo. Te va a moler a palos el hermano Rafael, ya lo verás…

Yo era incapaz de articular palabra, las manos me sudaban, la saliva se me secaba en la boca, el corazón estaba acelerado…

Atravesé el pasillo a gran velocidad, como si huyese de mi mismo. Para mis adentros rezaba con gran devoción. Pedí ayuda al Altísimo para que se apiadase de aquel pobre niño, le supliqué algún milagro; tal vez una oportuna llamada telefónica al hermano Rafael que le obligara a ausentarse. Pero tuve que enfrentarme a mi fatal destino. Me crucé con Rubén que caminaba a saltitos, ilusionado. Con nuestro tutor no existía el término medio, o te castigaba con la máxima severidad o te felicitaba efusivamente. Alzola era un chico alegre y dicharachero, bastante infantil en sus comportamientos. En más de una ocasión había probado la amarga medicina del hermano Rafael. Recuerdo que fue precisamente el buen Rubén quién recibió uno de los correctivos más brutales propinados por nuestro amado tutor. El hermano Rafael estaba sentado encima de la mesa; exhibía al completo sus calcetines grises de canalé y aquellas sandalias de franciscano, de tiras cruzadas en piel marrón. De repente, como si fuera un felino al acecho se levantó de su asiento, con cierto sigilo y la mirada centrada en un punto. Cuando pasó junto a mí temblé. En pocos segundos aceleró el paso hasta llegar a los últimos pupitres, los más antiguos, los que tenían un agujero para el tintero y una franja central para colocar las plumas. Allí se encontraba el bueno de Rubén, escribiendo su nombre con el bolígrafo, con letras grandes, caligráficas. Sacaba la lengua mientras realizaba los trazos con la mayor precisión posible. Tan embebido estaba en ello que no se percató del peligro que se le venía encima. Observó la sombra del hermano Rafael y al levantar la cabeza se encontró con su mirada iracunda.

-¿Pero qué te crees que estás haciendo?; ¿quién te crees que eres para estropear así el material escolar? Te voy a dar una buena paliza. Y comenzó a pegar al muchacho de una manera violenta. Éste se levantó de la silla y suplicaba perdón. El miedo hizo acto de presencia en toda la clase; reinaba un silencio sepulcral.

-¡Por favor, no me pegue más!, ¡no lo volveré a hacer, se lo prometo!

Pero el severo tutor no dio muestras de debilidad y siguió golpeándolo, con la “varita mágica”. Se encontraba poseído, como si estuviera en trance.

-¡Te vas a quedar después de clase y lo vas a limpiar con alcohol! ¡Tú vas a aprender la lección, por las buenas o por las malas!

Al día siguiente Jesús y yo contemplamos desde el autobús colegial al bueno de Rubén acompañado de su madre, saltando de alegría y vestido de San José, porque había sido elegido para la representación navideña. El muchacho había superado aquella situación tan violenta. Su infantilismo le ayudó a vencer con facilidad el trauma de la paliza. Daba la sensación de haber olvidado aquel terrible percance. En ese sentido yo era mucho más maduro. Tenía presente en cada momento cómo se las gastaba el hermano Rafael y jamás me tomé ninguna confianza con él, aunque me sonriese de oreja a oreja y me llamase artista. Yo, a mis nueve años, sabía guardar las distancias. En contadas ocasiones fui víctima de sus episodios de ira. Aprendí con rapidez a no tropezar dos veces en la misma piedra.

En las mañanas de lluvia o nieve el aparato represivo del tutor funcionaba a pleno rendimiento. Antes de salir al recreo nos avisaba:

-No quiero que nadie venga mojado a clase. Ateneros a las consecuencias.

Yo me guarecía en el patio cubierto y renunciaba a divertirme en el exterior como otros inconscientes hacían; pensaban los muy ilusos que cinco minutos serían suficientes para secarse. Eran incapaces de intuir el peligro, de evitar el castigo. Y al llegar a clase empezaba la sesión de “secado automático”. El hermano Rafael siempre seguía el mismo ritual:

1- Revisión de cabezas y de zapatos. Ante la duda había que enseñarle el pañuelo por si tenía restos de agua. Nuestro tutor consideraba que era punible cualquier intento de secarse. Su mano, sensible a la humedad, determinaba el alcance de la mojadura.

2- Formación de dos filas: A- “muy mojados”, B- “algo mojados”. Los que sabían protegerse de la lluvia permanecían sentados en sus asientos; yo solía encontrarme entre ellos.

3- Ejecución del castigo, denominado sarcásticamente como “secado automático”. En la tarima del encerado los alumnos “muy mojados”, normalmente la mayoría de la clase, permanecían en silencio, cual reos, a la espera de que se ejecute la sentencia capital. Normalmente se apretujaban por la falta de espacio. El hermano Rafael se remangaba y una diabólica sonrisa se dibujaba en su rostro. Cada alumno recibía dos sonoros bofetones. Y en muchas ocasiones la onda expansiva del tortazo afectaba al compañero. Es decir que era habitual ser obsequiado con dos soplamocos y medio de propina. La tensión se palpaba en el ambiente. Los “algo mojados” tan sólo recibían un cachete, pero tenían que esperar a que les tocara el turno, sufrir hasta el final.

4- Por último recibíamos una paternal reprimenda. El hermano Rafael siempre se justificaba a si mismo:

-Ahora no lo entendéis, pero lo hago por vuestro bien. A mí el maestro, cuando estudiaba en la escuela del pueblo, también me calentaba si me mojaba. Hoy se lo agradezco porque seguramente, con su severidad, evito que cogiera más de una pulmonía; si os mojáis os arriesgáis a pescar un buen catarro y podéis perder días de clase. La próxima vez debéis tener más cuidado…

Yo conocía perfectamente al hermano Rafael. A pesar de mi corta edad intuía que tenía un trastorno de personalidad, algún tipo de frustración que provocaba en él aquellos repentinos ataques de ira. Muchos alumnos reían sus gracias, admiraban su puesta en escena a la hora de impartir las clases. Se comportaban como perrillos falderos moviendo la cola cuando aparece el amo y gimiendo cuando éste les apalea por alguna de sus travesuras. Sin embargo ni a mi amigo Jesús ni a mí nos conseguía engañar con sus camelos. Teníamos siempre presente que se trataba de un hueso duro de roer y que se recreaba cuando practicaba el castigo físico.

Sabía perfectamente lo que se me venía encima. Y en aquel momento pensé en una ilustración del libro de religión en que aparecía Jesús sudando sangre en Getsemaní, mientras suplicaba al Padre Eterno que apartara de Él aquel cáliz. Ya me encontraba junto a la puerta. Me hubiera gustado huir, evadirme para siempre pero finalmente levanté mis dedos temblorosos y toqué con los nudillos la puerta. Una voz fuerte salió del interior

-Adelante, pasa ya…

No existía la costumbre de saludar al profesor. Opté por guardar silencio. Siempre que me encontraba frente a él, a solas, sentía cierto temor. Era tan exigente que el menor fallo podía colocarlo en el disparadero. Pero en aquella ocasión mis temores estaban bien fundados. El hermano Rafael me miró y exclamó:

-¡A ver ese cuaderno! Espero que te hayas esmerado más que en la vez anterior. Debes superarte.

La hora fatal había llegado. Ya no había escapatoria. Me preparé para lo peor e interiormente rezaba para que el castigo fuera lo menos brutal.

-Pero ¿qué es este borrón?; ¿cómo te atreves a presentar así un trabajo?....

Sus gritos me hicieron temblar, no acertaba a articular palabra. Estaba muerto de miedo.

-Es que se me ha escapado la tinta de un bolígrafo…

El proceso inquisitorial había comenzado:

-Estoy esperando a que dejes de gimotear y me expliques eso del bolígrafo. Tengo mucha prisa. Venga, desembucha…

Yo con la voz entrecortada describí lo sucedido. El hermano Rafael hacía aspavientos, demostrando su indignación y me exigió que mientras le hablaba le mirase a los ojos. Mis ojos estaban mojados, a punto de saltárseme las lágrimas. Un gran sentimiento de culpa se apoderó de mí.

-¡Lágrimas de cocodrilo! No vas a conseguir conmoverme. Ahora vamos a poner remedio a la cosa…

Se levantó de su asiento como movido por un resorte y abandonó la estancia a la velocidad del rayo. Yo permanecía en total quietud, no movía ni los músculos de la cara. El respeto y temor hacia el tutor era tan grande que ni me atrevía a poner en tela de juicio sus métodos. Alguna vez, como si se tratase de un acto delictivo, Jesús y yo murmurábamos lo duro que era el hermano, pero nos asegurábamos de que nadie escuchase nuestras críticas, por temor a que le fueran con el soplo. Estaba convencido de que lo que me había ocurrido era algo gravísimo. Pero ¿para qué demonios el tutor había abandonado la sala de profesores como si hubiera sido testigo de una aparición? Empecé a pensar lo peor. Tal vez fuera al despacho del hermano Director y se lo hiciera saber. Don José, así le llamábamos al mandamás del centro, parecía mucho más cariñoso con los alumnos, especialmente con los más pequeños. Pero también me engañó la amplia sonrisa del hermano Rafael el primer día que le conocí, aunque pronto demostró su verdadera personalidad. Los padres solían repetirnos siempre la misma martingala:

-El hermano Rafael si os da un cachete es por vuestro bien, para que hagáis las cosas mejor. Es como vuestro segundo padre.

Sólo un suceso muy grave despertó los recelos y en algunos casos la ira de los padres. Ocurrió dos años antes, cuando el hermano Rafael era nuestro profesor de primero de primaria. El tutor repartió en clase unos papeles, estrechos y alargados, en donde los padres debían comunicar si se habían cambiado de domicilio. Yo me lo guardé en la carpeta y al dárselo a mi madre ésta lo leyó y dijo que no tenía ningún valor. Creo que lo tiramos a la papelera más cercana. Así sucedió con unos veinte compañeros de clase. Los padres entendieron que si no se habían mudado de casa era absurdo escribir la misma dirección en aquel papel. Pero el hermano Rafael veía las cosas de otra manera. Al exigirnos que le entregáramos las notas y ver que la mitad de la clase no las habíamos traído montó en cólera. Sus gritos nos hicieron estremecer. Y tomó una decisión del todo inaceptable:

-Los que no tengan el papel que se vayan ahora mismo de clase, a su casita, y que no aparezcan por el aula hasta que lo traigan, con la dirección bien escrita, ¿entendido? No volváis por aquí…

Veinte niños de entre seis y siete años fuimos abandonados a nuestra propia suerte. La mayoría no conocíamos el camino a nuestra casa, porque nuestros padres se encargaban de llevarnos. Nos enfrentábamos al peligro del tráfico, pudiendo ser atropellados al cruzar la calle; sentimos la sensación de abandono y nos aterraba la idea no poder pisar nunca más el colegio. Caminábamos en grupo, como con miedo a perdernos…

Una luz se iluminó en mi pequeña cabecita, cerca del colegio, estaba la oficina de mi padre. Al mirar a la izquierda vi un cartel anaranjado en el que aparecía escrito nuestro apellido. Yo les dije a mis compañeros de fatigas que tal vez mi padre nos podría ayudar. Una vez dentro del local pregunté por él. Se sorprendió mucho al verme a esas horas de la mañana fuera de clase.

-¿Pero qué pasa, estáis de excursión o algo así?; ¿alguna nueva actividad educativa de esas, para que estéis en la calle?

Yo le expliqué a mi papá lo que había ocurrido, temiendo que me cayera un buen rapapolvo acompañado, tal vez, de algún cachete. Pero reaccionó de una manera un tanto extraña, se quedó pálido. Allí estábamos unos veinte muchachos, como corderitos perdidos, desprotegidos, a merced de la voracidad de los lobos, sin pastor que nos guiase…

Mi padre llamó a casa y mi madre le explicó lo sucedido. Yo no era culpable de nada. Papá me tranquilizó. Llamó a los domicilios de muchos de mis compañeros. En algunos casos no contestaron. Me tranquilicé mucho al saber que la fidelidad absoluta que los padres profesaban al hermano Rafael comenzaba a resquebrajarse. A la media hora una decena de padres, aproximadamente, estaban en la oficina. Cuando llegaban besaban a sus hijos y solían comentar que a aquello no había derecho, que se trataba de un atropello.

-Si a mi hijo le pilla un coche por culpa de ese desaprensivo, es que me lo cargo…

Las madres que habían acudido a la cita decían cosas del tipo:

-Es un Herodes, no se hace algo así con niños tan pequeños. Debemos hacérselo saber a don José…

Como si de una manifestación se tratase acudimos en tropel a la clase. Los padres exigían que diese la cara el tutor pero éste, al ver el cariz que tomaban los acontecimientos, decidió admitirnos de nuevo, como gesto de buena voluntad. Sin embargo la presión de los padres no fue suficiente para que el hermano Rafael se reuniera con ellos. No dio la cara. En casa mi padre aprovechó la hora de la comida para despotricar contra el frailecito.

-No hemos ido al director porque conocemos el corporativismo que existe. Seguro que justifica su comportamiento. Seguro que se tapan unos a otros las vergüenzas. No queremos que cojan a los chicos ojeriza. Por desgracia ellos tienen la sartén por el mango…

Y era ante aquel “Herodes” al que me tenía que enfrentar. Esta vez, para mi desgracia, no contaba con ningún cómplice; yo solo ante el peligro. Se abrió la puerta el hermano Rafael hizo acto de presencia. Venía armado con un bote de alcohol y un paquete de algodón. En aquel tiempo la guata venia envuelta en un papel azul oscuro. Era evidente que había hecho una de sus habituales visitas al botiquín.

-¡A ver!, enséñame el forro del bolsillo en donde te has metido el bolígrafo.

Yo obedecí en silencio y mostré la tela blanca manchada de azul intenso. El tutor puso la misma cara de espanto de quien observa un cadáver en el suelo.

-¡Desastre, más que desastre! Te voy a restregar el forro hasta que te desaparezca la mancha…

Se sentó junto a mí, en una silla de madera, y comenzó concienzudamente con la tarea. Tal vez se conformase con hacer aquello y la cosa no fuese más lejos. Poco a poco dejé de temblar, me tranquilicé. Pero el perfeccionismo del hermano Rafael no le permitía dejarlo a medias. Al poco rompió el silencio para recriminar mi falta de interés:

-La ropa es cara y hay que cuidarla. Le vas a dar un gran disgusto a tu madre. Te va a tener que lavar el pantalón y tal vez ya nunca se quite. Por cierto, seguramente te habrás manchado también el muslo. Me temo que esta tinta ha calado. Bájate los pantalones, voy a comprobarlo.

Yo me quedé pálido, blanco como la pared. En aquella época los muchachos sentíamos una profunda vergüenza cuando teníamos que bajarnos los pantalones. Era algo humillante y vergonzante. Teníamos un sentido del pudor muy desarrollado. Pero el tutor no se anduvo con chiquitas:

-¡O te bajas los pantalones ahora mismo o te los arranco yo! Elige tú mismo…

Cabizbajo y angustiado me desabroché el cinturón y me solté el botón. Ante mi timidez el hermano me acercó hasta su regazo y me los bajo hasta los tobillos. Me quedé delante de mi tutor en ropa interior. En aquel tiempo al slip se le conocía popularmente como braslip; en realidad se trataba de una marca comercial registrada por Ocean; eran blancos, altos de cintura, con goma y bragueta. Hacían juego con la camiseta de tirantes; las dos prendas estaban confeccionadas en algodón. Creo recordar que los que ese día llevaba unos de la marca Hedea. Mi padre era comercial e intimo amigo del representante y solía obsequiarle con prendas para mí. Casi todos los que le regalaban eran de punto calado, con agujeritos y, a pesar del frío, los usaba incluso en invierno. También recuerdo que usaba unos calcetines altos, de hilo, en color gris oscuro y con canalé, de la marca Punto Blanco, muy parecidos a los que utilizaba el hermano Rafael.

El aroma a alcohol cada vez era más fuerte. El tutor no escatima a la hora de aplicarlo sobre el algodón y frotaba con gran fuerza, dejándome la piel cada vez más enrojecida. Constantemente murmuraba contra mí. Por fin dio por terminada la tarea. Pero lo más humillante estaba aún por llegar:

-Te voy a castigar con severidad. Te lo mereces. Así cuidarás la ropa mucho más. Haz el favor de poner el culo en pompa.

Yo no entendí aquella expresión, le miré con perplejidad. El fraile se levantó de su asiento y me demostró como debía colocarme.

-Así te tienes que poner, con el pompis hacia mí. Te voy a calentar el trasero, para que no sientas frío.

Y yo me incliné hacia adelante y puse las nalgas mirando hacia mi tutor. Me pareció estar viviendo un sueño; aquello no podía ser real. El hermano Rafael acostumbraba a pegarnos bofetones, de los que te anestesian la cara, o utilizaba el palito mágico a diestro y siniestro. Aquel castigo era completamente nuevo. Algo verdaderamente humillante. Me iba a azotar el culo como a un niño pequeño. Temí que alguno de mis compañeros se enterara de lo ocurrido. Tal vez sufriría burlas crueles. Repetirían en voz alta la frase “el hermano Rafael te ha pegado en el culo”, “el hermano Rafael te ha pegado en el culo”…

Y así fue. De repente sentí su mano golpear mis nalgas, con el braslip calado puesto, y un sonido seco acompañaba cada azote:

-Plas, plas, plas…

Y empecé a sentir algo muy extraño. Cualquiera de mis compañeros hubiera sentido una profunda vergüenza y un sentimiento de culpa. Pero curiosamente cada azote que recibía me producía placer. Yo colocaba el culo lo más empinado posible y contraía las nalgas. El hermano Rafael levantaba la mano y acompasadamente la estrellaba contra mis infantiles glúteos. Pude ver sus piernas abiertas, con los pantalones grises recogidos, exhibiendo sus calcetines de canalé grises, muy parecidos a los míos. Yo suspiraba, fingiendo una pena que no sentía. Aquellos azotes dolían poco, tal vez porque el grueso algodón del braslip me protegía la piel.

-Plas, plas, plas, ¡para que aprendas!

El castigo había terminado. Me pidió que me diese la vuelta y me dio instrucciones para vestirme correctamente. Me quedó como recuerdo un ligerísimo escozor. No puede ver si mi culito estaba rojo.

-Eres un auténtico desastre vistiendo. Métete la camiseta por entre los calzoncillos…

Al parecer no lo hice con la meticulosidad y perfección que él buscaba y decidió ayudarme.

-Me está pareciendo que mamá no te ha enseñado a hacerlo. Ven aquí que te estire esa camiseta, siempre debe ir por dentro del braslip .

Luego me pidió que me colocara bien los calcetines, pero no me permitió ejecutar su orden, me los subió hasta la rodilla. Acto seguido hizo lo mismo con los de él. Me quedé hipnotizado viendo aquellas potentes pantorrillas cubiertas por los calcetines de canalé.


-Nunca se deben llevar los calcetines caídos, debes subírtelos, ¿de acuerdo?...

Yo comencé a fingir pesadumbre y arrepentimiento. Lo mío era una pura comedia, porque por primera vez los castigos del hermano Rafael me habían proporcionado placer. Comencé a respirar como si estuviese sollozando y de repente la furia del tutor se convirtió en compasión.

-Vamos Fernando, que ya ha pasado todo. Te he castigado de esta forma para que jamás te vuelvas a meter un bolígrafo en el bolsillo. Te voy a dar un cuaderno nuevo y un bolígrafo Bic, de los de punta fina, y borrón y cuenta nueva, nunca mejor dicho, je, je, je…

El tutor se sintió culpable, sabía que se había excedido al aplicarme el castigo. Al fin y al cabo se trataba de un accidente, algo que le puede ocurrir a cualquiera. Pero no sabía dominarse, le cegaba la ira, cuando algo le disgustaba se le nublaba el entendimiento y no podía reprimir su sed de violencia. Tal vez por ese motivo, cuando se confesaba a la vez que nosotros tardaba tanto en abandonar el confesionario. Jesús y yo lo comentábamos. Muchos debían ser los pecados del hermano Rafael para entretener de aquella manera al padre Mendizábal. Ahora me lo imagino, compungido y sudoroso, describiéndole con detalle sus ataques de cólera, los malos tratos que propinaba a su joven alumnado. Con la perspectiva que da el paso de los años me doy cuenta de que ni mis compañeros ni yo éramos merecedores de aquellas bofetadas.

El hermano Rafael puso mucho énfasis en que no contase a nadie lo sucedido en aquella sala de profesores:

-Esta azotaina que has recibido, y que te la tienes bien merecida, será nuestro secreto. No les digas nada a tus padres porque no lo entenderían y menos a tus compañeros de clase, se burlarían de ti. Sé que eres un buen chaval, dócil y obediente, pero debes poner más interés y ser más cuidadoso. Sécate las lágrimas con el pañuelo. Un chavalote como tú no debe llorar. Ya ha pasado todo…

Los días posteriores a la zurra el hermano Rafael se mostró especialmente benevolente conmigo. Recuerdo que al día siguiente acudí a clase con el pelo cortado a riguroso cepillo parisién. Un pelado hecho por un señor mayor a base de maquinilla de mano. El tutor se me acercó para ver cómo realizaba un dibujo y me pasó la mano por detrás, a contrapelo. Sentí una sensación extraña, un placer inmenso. Y me sonrió mientras me acariciaba la cabeza:

-Así me cortaban a mí el pelo de pequeño. Me cobraban una peseta. Bien corto, bien corto, eh…

A partir del día en que recibí la zurra mi vida cambió. Por las noches, metido en la cama, restregaba contra las sábanas mis genitales, buscaba el placer acordándome de los azotes en el culo con que me obsequió el hermano Rafael. Deseaba, más que nada en el mundo, volver a ser castigado por él de aquella manera pero jamás se repitió nada parecido. Alguna bofetada me cayó, poca cosa, y no sentí ningún morbo. Creo sinceramente que aquello fue un arrebato de ira, una salida de tono, de las muchas que tenía mi tutor. Seguro que se arrepintió de humillarme así, gratuitamente, por algo que tampoco era tan grave. Tal vez le contase en confesión al padre Mendizábal lo sucedido y éste le dijese que un niño de nueve años tiene su dignidad y que los castigos deben ser proporcionales a la falta. Seguro que a aquel cura bonachón le pareció un despropósito maltratar a un pequeño inocente por algo tan insignificante como un borrón en un cuaderno.

Durante muchos años he guardado en mi interior esta experiencia disciplinaria, como si fuera un secreto, pensando que era el único en el mundo que sentía placer con estas cosas. Ahora quiero compartirlo con todos los amantes del spanking. Y sobre todo hago hincapié en una cosa: lo que os cuento en estas páginas es la pura verdad. Sucedió tal y como lo narro. He cambiado los nombres por respetar la privacidad de las personas.

EL BARBERO MILITAR.

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