LA BARBERÍA DE Clemente: LUGAR DE
DESINFECCIÓN
Capítulo 1: Un caballero chapado a la antigua
Recuerdo a mi padre como un hombre
extremadamente metódico, de costumbres rutinarias y amante del orden y la
disciplina. Enviudó a los pocos meses de nacer yo. A partir de ese momento,
decidió renunciar a la vida social, a los amigos y a todo aquello que pudiese
distraerle de sus obligaciones familiares. En su lecho de muerte le prometió a
mi madre dedicarse, en cuerpo y alma, al cuidado de su único hijo; su mayor y
única preocupación era “sacarme adelante”, conseguir hacer de mí “un hombre de
provecho”. Trabajador infatigable, había accedido por méritos propios a un
puesto de gran responsabilidad en la banca. No quería que me faltara de nada y
anteponía mi bienestar a cualquier otra cosa. El escaso tiempo libre de que
disponía lo pasaba junto a mí. Lo recuerdo como un padre cariñoso y a la vez
extremadamente autoritario. Me había impuesto unas normas de conducta que debía
cumplir, sin ningún tipo de excusa. Él sabía perfectamente lo que me convenía.
Ejercía sobre mí un férreo control; debía obedecerle sin rechistar.
Cada tarde, después de merendar, tenía que
rendirle cuentas sobre mis actividades escolares. Su despacho de trabajo se
transformaba en un aula y él se convertía en un severo preceptor. En aquel
tiempo yo cursaba sexto de EGB; mi padre dominaba a la perfección todas y cada
las asignaturas del curso. De momento se encontraba totalmente capacitado para
explicarme las lecciones y no necesitaba contratar a ningún profesor
particular. En estas circunstancias yo no tenía más opción que estudiar y ser
un alumno aplicado.
En nuestro hogar “cada cosa tenía su sitio y
había un sitio para cada cosa”; reinaba el orden absoluto, la improvisación no
tenía cabida. Nada más entrar en casa, mi padre se dirigía a su dormitorio; se
quitaba la americana y el chaleco del traje y los colgaba en el galán de noche,
para evitar que se arrugaran. En invierno, para estar más cómodo y abrigado,
vestía un batín gris marengo, de auténtico terciopelo de algodón, con
pasamanería y trenzados, muy del gusto inglés. Se había comprado unas
zapatillas a juego que llevaban bordada su inicial en el empeine. En época
estival prefería usar una bata de seda, también en tono gris oscuro, y unas
zapatillas negras de piel, abiertas por detrás.
Mi padre era un caballero extraordinariamente
detallista. Vestía impecablemente, sin salirse un ápice del clasicismo más
tradicional. Cuando necesitaba un traje nuevo acudía a la sastrería Brunete.
Este establecimiento centenario confeccionaba trajes a medida para civiles y
también uniformes militares. Siempre le atendía don Urbano, el propietario del
negocio.
Mi padre se quedó anclado en los años
sesenta. Aborrecía la estética de las solapas anchas y los pantalones de
campana; encontraba los diseños modernos chabacanos y poco varoniles. Tampoco
era partidario de los trajes de color claro, ni siquiera los usaba en los días
más cálidos; le recordaban a los gánsteres de las películas y a los excéntricos
turistas extranjeros. Optaba por tonos muy sobrios (marengo, marino, marrón y
verde seco). La chaqueta americana le gustaba sin abertura trasera, muy cerrada, con tres botones y solapa reducida. Consideraba que
el chaleco, confeccionado con la misma tela del traje, era una prenda
imprescindible; lo utilizaba en todas las estaciones del año. Los pantalones
tenían que ser de pata estrecha. En cuanto a los tejidos se refiere, se
decantaba por las franelas para combatir el frío invernal; las alpacas
brillantes y oscuras las reservaba para la temporada de verano.
Casi todas sus camisas de vestir eran
blancas y de puño puño doble, para poder así lucir los gemelos de oro. Usaba
corbatas de pala estrecha, en tonos oscuros, lisas o con rayas discretas; solía
tener problemas para encontrarlas; en aquellos años estaban de moda las anchas
con estampados llamativos. Para sujetarse los pantalones recurría a los
tradicionales tirantes elásticos, por supuesto en colores sobrios.
Los zapatos modernos, chatos y de forma
cuadrada, tampoco le agradaban; opinaba que sólo eran apropiados para realizar
trabajos rudos, como descargar camiones. Los lisos, de punta y con cordones
eran sus favoritos. Revolvía Roma con Santiago hasta encontrarlos en alguna
zapatería. Sabía que eran modelos antiguos, descatalogados, pero a él le
gustaban y no había nada más que hablar. Para mi padre el calzado masculino
sólo podía ser de dos colores: negro o marrón oscuro. Todos los días se los
lustraba a conciencia; los pulía hasta que le quedaban “como dos espejos”. En
algunas ocasiones, cuando acudía al Casino Mercantil, recurría a los servicios
de un limpiabotas profesional.
Todos sus calcetines tenían que ser lisos y
oscuros: grises, negros, marinos o marrones. Los combinaba tanto con la corbata
como con el traje. Jamás se los compraba cortos; se los estiraba hasta que le
llegaban a la altura de la rodilla. Tampoco le gustaban los tejidos gruesos, ni
siquiera para el invierno. Sus calcetines favoritos eran los fabricados en hilo
de Escocia y tejido de canalé de la marca Punto
Blanco. Los alternaba con los extra-largos, finos y transparentes, de la
marca Ejecutivo; este producto,
novedoso en los años setenta, supuso para él un auténtico descubrimiento. Los
adquiría en una mercería especializada en ropa de caballero, regentada por don
Andrés del Castillo.
En este mismo establecimiento compraba la
ropa interior. Opinaba que un caballero debía ser elegante hasta en paños
menores. A pesar de su tradicionalismo en el vestir, aceptó de buen grado una
prenda innovadora para la época: el llamado braslip, que carecía de pata. Los
usaba blancos, de algodón tupido, altos de cintura y con bragueta. Haciendo
juego llevaba la camiseta de tirantes, siempre de la misma marca que los
calzoncillos. Para el verano prefería las camisetas y braslip de punto calado,
con “agujeritos”, por ser este tejido muy fresquito y transpirable. Mi padre se
mudaba todos los días, tanto de ropa interior como de calcetines.
Todas las mañanas, después de ducharse,
comenzaba el ritual del afeitado. Se enjabonaba la cara con la brocha de tejón
y se rasuraba con una maquinilla metálica. Para terminar se masajeaba el
rostro, aplicándose una abundante cantidad de loción Flöid. Su marca favorita de colonia era Agua Brava. Toda su ropa, incluso sus armarios, desprendían este
aroma tan masculino.
Antes de marcharme al colegio debía darle un
beso de despedida. Al acercarme a él,
aspiraba aquella fragancia tan varonil y penetrante. Cada quince días acudía a
la barbería del Casino Mercantil para cortarse el pelo. Le gustaba llevar el
cuello con una disminución muy marcada y el cogote a la intemperie. Siempre
usaba las patillas muy cortas y cuadradas; las largas, que estaban tan de moda,
le recordaban a las de los bandoleros del siglo XIX. En la zona de arriba se dejaba el pelo algo
más largo y se lo peinaba con gomina. Los melenudos provocaban en él un rechazo
visceral.
El Casino Mercantil era una sociedad privada
de caballeros, con normas muy estrictas. A sus instalaciones no podían acceder
ni mujeres ni niños menores de catorce años. Los socios buscaban un ambiente de
relax y no permitían que nada enturbiase la paz de sus salones. Por este motivo
mi padre y yo nos cortábamos el pelo en locales diferentes.
Capítulo 2: Un
castigo ejemplarizante (jueves, 17 de octubre, 1974)
En cierta ocasión me quedé solo en casa;
aproveché para curiosear en el dormitorio de mi padre. Me entretuve revisando
sus cajones, en los que almacenaba las prendas de interior. Las mudas que aún
no había estrenado las guardaba aparte, protegidas por las fundas de plástico
originales. Me embriagué aspirando el olor a algodón nuevo que desprendían sus
camisetas y braslip, fabricados por Hedea
y Ocean.
También me resultó muy agradable el tacto
sedoso de los calcetines de hilo de Escocia de la marca Punto Blanco. En un rincón del armario descubrí unos estuches de
cartón que jamás había visto. Cada una de ellos contenía “4 calcetines para
caballero extra-largos Ejecutivo. Sin
talón. Talla única”. No pude vencer la tentación y desprecinté, con sumo
cuidado, una de aquellas cajas. Introduje la mano en uno de los calcetines y
noté que se estiraba; no conseguí que recuperara la forma original. No supe
vencer la tentación y decidí probármelos. No pensé en las consecuencias; mi
padre se acabaría enterando de que había enredado en sus cosas. Me estiré los Ejecutivo hasta que me llegaron a la
rodilla; se adaptaban perfectamente a la pierna, ya que no tenían talón. La
sujeción era total, no se caían como los que a me compraban a mí. Para vérmelos
mejor me quedé en ropa interior. Me miré en el espejo; me había encaprichado de
aquellos calcetines.
Todas las prendas de mi padre, sus objetos
personales y útiles de aseo ejercían en mí un extraño poder de atracción. Me
hubiera encantado usar la misma colonia que él y que los dos vistiésemos de
manera idéntica. Su colección de pijamas tampoco tenía desperdicio. Los echaba
a lavar cada cuatro días. La mayoría eran de algodón, lisos o de rayas, en
colores sobrios (azules, grises, marrones, verdes…). Sin embargo, a mí el que
más me gustaba era el que hacía juego con su bata de seda (en color gris
marengo, con listas al tono y tacto envolvente). Lo reservaba para “ocasiones
especiales”.
Me encontraba muy a gusto en paños menores
y con aquellos calcetines Ejecutivo
puestos. El resto de la ropa era demasiado grande para mí; a mis doce años todo
lo de mi padre me quedaba enorme. Por este motivo no me probé nada más. Además
tenía expresamente prohibido husmear en sus pertenencias. Sin embargo aquellos
calcetines altos y finos, casi transparentes, parecían fabricados a mi medida.
El armario ropero tenía tres espejos de
cuerpo entero. Los moví a mi antojo para poder explorar mi cuerpo, tanto por
delante como por detrás. Me estaba saliendo un vello incipiente, una pelusilla
que anunciaba cambios hormonales; había comenzado para mí la metamorfosis de la
vida. Deseaba que mi cuerpo infantil se transformara cuanto antes en el de un
hombre; de esta forma podría emular a mi padre y vestir igual que él. No me
cansaba de mirarme en aquellos espejos. Estaba fascinado, perdí la noción del
tiempo.
De repente, por sorpresa, se abrió la puerta
de la habitación. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Mi padre por unos instantes
permaneció en silencio, mientras me taladraba con su mirada inquisitorial. Me
había pillado in fraganti, con las manos en la masa. No tenía escapatoria, ni
ningún tipo de justificación para estar allí en esas condiciones. Intenté
vestirme con la mayor celeridad posible pero no me lo permitió. Agarró mis
pantalones y mi camisa, que estaban tirados en el suelo; los lanzó con ira y
rabia sobre la cama. Comenzó el
interrogatorio; me iba a someter al tercer grado:
-Me gustaría saber qué estás haciendo en mi
dormitorio. Exijo que me expliques por qué estas en calzoncillos y con mis
calcetines puestos. Yo no te he dado permiso para que desordenes mis cajones y
uses mi ropa íntima. Una vez ya te llevaste un azote por meter las narices en
mi despacho. Esto es mucho más grave.
Yo no supe defenderme. Mi rostro enrojeció
de vergüenza, agaché la cabeza; no podía mirar a mi padre a los ojos. Tan sólo
dije que lo sentía, que lo había hecho sin pensar, que sólo se trataba de un juego.
Sin embargo a él no le convencieron mis
disculpas. Decidió darme una buen escarmiento:
-Te voy a enseñar a respetar mi intimidad;
¿me consideras tan tonto como para no darme cuenta de que enredas en mis
cosas?. El otro día observé que la maquinilla de afeitar no estaba en su sitio.
También he notado que te has aficionado a mi colonia y a la loción de afeitar.
Yo por las buenas te doy lo que necesites, pero antes tienes que pedirme
permiso. No me gusta que me engañen…
El correctivo que me tenía reservado mi
padre era el más humillante que se podía aplicar a un chico de mi edad. Se
sentó en la cama, se remangó los pantalones y pude ver que usaba unos
calcetines altos de Ejecutivo,
exactamente igual que los que yo llevaba puestos. Jamás le había visto tan
serio y enfadado. Me agarró del brazo y, sin darme tiempo a reaccionar, me
colocó bocabajo, encima sus rodillas. Hice un ademán de escaparme pero me tenía
cogido con fuerza y no estaba dispuesto a soltarme. Mi cabeza estaba inclinada,
casi podía tocar con la nariz en el suelo. Oí su voz que retumbaba en mis
oídos; me pareció más grave que de costumbre:
-Si te resistes va a ser peor. Aprovechando
que estás en braslip te voy a dar una buena azotaina. Creo que es algo que
debía haber hecho hace tiempo. Esto pasa de castaño oscuro, es la gota que ha
desbordado el vaso.
Me encontraba completamente inmovilizado, a
merced de su voluntad. Giré ligeramente la cabeza y pude contemplar mi imagen
reflejada en uno de los espejos, en aquella postura tan denigrante. También vi
como mi padre elevaba el brazo y abría la mano para dejarla caer sobre mis
nalgas. Noté un golpe fuerte y seco en los glúteos. Ya casi no recordaba como
eran los azotes en el culo. Al poco, volví a sentir de nuevo como se estrellaba
la palma de su mano contra mis posaderas. En mi interior experimenté extrañas
sensaciones, difíciles de describir. Mi padre me quería demostrar que yo no era
nadie, que podía someterme a su antojo; mis opiniones no contaban para nada.
Por otra parte llevaba años deseando ser castigado de esta manera. Papá, hasta
aquel “fatídico” día, no había cumplido sus amenazas de “mandarme caliente a la
cama”.
Decidí relajarme y me resigné a sufrir el
merecido castigo. Al permanecer en silencio, pude oír el sonido de las
palmadas. Comenzaba a notar mi culo adormecido. En realidad aquel dolor me
resultaba llevadero y soportable. Creo que recibí unos doce azotes. Comencé a
sollozar como un niño pequeño, buscando el cariño y el consuelo paternal. Con
la mano derecha empecé a sobarle las piernas, acariciando sus calcetines
sedosos. Fue una especie de acto reflejo, un vano intento de aplacar su ira, de
distraer su atención. Papá no se dio por enterado, continuó nalgueándome a su
antojo.
Cuando consideró que el castigo era
suficiente, se detuvo. Me levantó de sus rodillas y me agarró por los brazos.
Exigió que le prestara atención. Elevó el tono de su voz mucho más de lo que
acostumbraba:
-¡Levanta esa cabeza, los hombres siempre
miran a los ojos!. Yo a ti te voy a enderezar; vas a aprender a respetar todo
lo mío, por las buenas o por las malas. Deja de gimotear como un perrito, que
no te va a servir de nada. Lo que tienes que hacer es aprender la lección.
Me apetecía humillarme delante de mi padre.
Sentí un extraño morbo al vivir aquella situación un tanto surrealista. Me
hinqué de rodillas y le pedí que me
perdonara. Le prometí no volver a hacerlo nunca más. Mis ojos estaban llenos de
lágrimas.
Mi padre se conmovió. Me ayudó a levantarme y
me sentó encima de sus rodillas, como cuando era más chico. Me besó, me agarró
suavemente del carrillo y me susurró al oído:
-¡Hijo mío!, me has sacado de quicio. Me he
llevado un gran disgusto al ver que no respetas mi intimidad. No lo vuelvas a
hacer nunca más. Los calcetines te los puedes quedar. Si tanto te gustan
habérmelos pedido, te los hubiera regalado. Lo que no soporto es que me
traiciones y hagas las cosas a escondidas. Vístete, que vas a coger frío. Luego
te lavas la cara. Es casi la hora de cenar; hoy tenemos tortilla de patata, que
sé que te vuelve loco.
Capítulo 3: la
mercería del Castillo (viernes, 18 de octubre, 1974)
Al día siguiente de la memorable azotaina,
mi padre me llevó a la mercería de don Andrés del Castillo. Tal vez se sentía
culpable por haberme castigado con tanta severidad. Buscó la manera de
compensarme por aquella humillante nalgada. Le fastidió mucho que husmeara en
sus cosas sin pedirle permiso; sin embargo, decidió olvidar el incidente y
perdonarme. En realidad, con aquel acto de indisciplina, le estaba enviando un
mensaje subliminal. Él no se había percatado de que su hijo necesitaba
camisetas, calzoncillos y calcetines nuevos; este detalle de intendencia se le
había pasado por alto. Papá vio razonable mi deseo de renovar la ropa interior.
Me estaba esperando a la salida del colegio para “darme una sorpresa”.
La Mercería del Castillo era un local
tradicional, que conservaba la decoración original de los años veinte:
mostradores de madera oscura, sillas para que se acomodaran los clientes,
estanterías repletas de cajas, dependientes vestidos con bata gris… Fue fundada
por don Hipólito del Castillo, el padre de don Andrés. A las secciones de
caballero y señora, separadas por un tabique, se accedía por puertas distintas.
El departamento masculino del establecimiento lo atendía el propio don Andrés,
ayudado por un dependiente. Sus dos hijos gemelos, en cuanto salían del
colegio, debían presentarse en la mercería; hacían los deberes en la trastienda
y le echaban una mano, en caso de que fuera necesario.
Don Andrés, siempre que acudía al banco,
solicitaba ser atendido por el director de la oficina, o sea por mi padre. Por
este motivo ambos mantenían una relación muy fluida y cordial, eran viejos
conocidos. En cuanto nos vio entrar en su tienda, el señor del Castillo salió a
recibirnos. Mi padre le explicó que quería equiparme tanto de ropa interior
como de calcetines. Le pidió que nos enseñara las mismas marcas que usaba él.
Don Andrés llamó a sus hijos gemelos y les indicó los artículos que debían traer
al mostrador:
-Manolito y Santi, hacedme el favor de buscar
las cajas de las camisetas y los braslip de Hedea
y Ocean, de punto calado, en talla
pequeña. También quiero las de los calcetines de Ejecutivo en colores negro, gris y marino. ¿Habéis entendido mis
instrucciones?; daros prisa que no tenemos todo el día…
Aquellos dos hermanos cumplieron
diligentemente y con precisión matemática las órdenes de su padre. Me llamó la
atención su pelo rubio y cortísimo; no tenían necesidad de peinarse. Eran idénticos
hasta en el remolino de la coronilla. A los pocos minutos regresaron del
almacén con la mercancía que les habían encargado. Depositaron las cajas con
sumo cuidado encima del mostrador. Mientras don Andrés realizaba la venta,
ellos permanecieron en un segundo plano, a la espera de recibir nuevas
instrucciones. Se mostraron extremadamente dóciles y obedientes; hicieron gala
de una gran prudencia y discreción. Durante el tiempo que permanecimos en la
mercería, no opinaron en nada, ni tan siquiera abrieron la boca. Cuando yo,
disimuladamente, los miraba no se daban por enterados. Me dio la sensación de
que estaban muy bien aleccionados por su padre.
Don Andrés fue abriendo las cajas para
mostrarnos los distintos artículos. Elogiaba las calidades de los productos que
vendía:
-Estos son los braslip más apropiados para
un caballerete de tu edad. Para los chicos deportistas lo mejor es el punto
calado, con “agujeritos”, porque es un tejido transpirable. Siempre conviene
llevar la camiseta de tirantes a juego. Tanto mis hijos como yo, los usamos
desde hace muchos años, desde que salieron al mercado. Tenemos de dos marcas: Hedea y Ocean. Los de Hedea son
de un algodón más recio; más altos de cintura, llegan hasta el ombligo. Los de
Ocean son mas suaves y suben un poco menos…
Mientras nos ilustraba con sus
explicaciones, don Andrés introducía las dos manos en el interior del braslip y
lo estiraba de los lados; pretendía así demostrar la adaptabilidad del tejido.
También me midió la cintura y la cadera, para comprobar la talla exacta que
necesitaba. Mi padre mostró sus dudas al respecto. Sabía que, por motivos
higiénicos, la ropa interior no se podía cambiar. Si el braslip y la camiseta
me quedaban demasiado grandes me iban a bailar en el cuerpo. Por el contrario,
si estaban demasiado ajustados en pocos meses se me quedarían pequeños. Con mi
padre el señor Castillo se esmeró en el trato. Nos pidió que pasásemos a la
zona de los probadores:
-Normalmente la ropa interior no dejamos
probarla, pero tratándose del hijo de don Francisco vamos a hacer una
excepción. Se le ve al chaval muy aseado y pulcro… Santi y Manolo, acércame las
mudas de Hedea y Ocean. Se las tenemos que ver puestas a este mozalbete, que más o
menos tiene vuestra edad. Por ciento, ¿cómo te llamas, majo?.
Recuerdo que sentí una gran vergüenza al
conocer los planes del mercero. Si no había entendido mal, don Andrés y mi
padre me querían ver en paños menores. Evidentemente me estaban tratando como a
un niño pequeño y no respetaban mi intimidad. Sin embargo, yo no podía alegar
nada; aquellos gemelos tan “perfectos” habían puesto el listón muy alto; no me
apetecía que me consideraran un rebelde y contradecir a mi padre.
Me introduje en el probador con las mudas
que debía ponerme. Mi padre me pidió que no me las quitara hasta que él me
diera “el visto bueno”. En la pared de aquel espacio reducido habían instalado
un espejo de cuerpo entero. Me desnudé con la mayor celeridad posible. Dejé los
pantalones, el jersey y la camisa, perfectamente ordenados y plegados, encima
de la banqueta; no quería desentonar con aquellos hermanos tan ejemplares.
Llevaba puestos los calcetines Ejecutivo
que mi padre me había regalado después de la azotaina. Me introduje la camiseta
por dentro del braslip, evitando que ésta sobresaliera. Al poco oí que tocaban
con los nudillos en la puerta. Mi padre y el mercero entraron en el probador.
Don Andrés nos dio su opinión de profesional:
-Creo que la talla le va perfecta. Date la
vuelta para ver como te queda por detrás… Sin duda hemos acertado. Ahora te
pruebas los de Ocean.
Los gemelos no entraron en el probador pero,
desde el rellano de la puerta, me vieron en paños menores. Se miraban entre
ellos y sonreían con cierta malicia. Les divertía contemplar a un chaval de su
edad en calzoncillos y camiseta. También echaron un vistazo a mis calcetines
altos de Ejecutivo. Sentí un cierto rubor al tener que exhibirme en ropa
interior delante de extraños.
Aquellos chicos de mi edad probaron su
propia medicina. Don Andrés los pilló mirándome con descaro, levantando las
cejas con gran ironía. Se percató de que yo, el hijo de don Francisco, me
encontraba incómodo en aquellas circunstancias y decidió poner a sus hijos en
su sitio:
- Yo he afirmado que vosotros siempre usáis
braslip y camiseta calados. Don Francisco puede pensar que se trata de una
argucia de comerciante, de una técnica de venta. Para demostrar que estoy
diciendo la verdad os vais a bajar los pantalones y os levantáis la camisa.
Quiero que este señor y su hijo comprueben que verdaderamente gastáis las
prendas de Hedea.
Mi padre afirmó que no era necesario que los
chicos nos enseñaran los braslip; no ponía en duda la palabra de don Andrés.
Sin embargo, los dos hermanos, cabizbajos y abochornados, obedecieron sin
rechistar y exhibieron su ropa interior.
También usaban calcetines altos de Ejecutivo,
hasta la rodilla, en color negro. Ahora ya no solamente era yo el humillado.
Además don Andrés aprovechó para darles una orden muy precisa:
-Por cierto, mañana sábado, sin falta, os
vais a cortar el pelo a la peluquería de Clemente. Abre a las nueve de la
mañana. A las nueve y media, a más tardar, os quiero allí como dos clavos.
Mi padre opinó que todavía tenían el cabello
muy cortito pero el mercero se mostró inflexible:
-A estos chavales los mando al barbero cada
dos semanas. A mí, don Francisco, no me gustan los hippies. Cuando yo tenía su
edad mi padre me mandaba rapar al dos ceros. Desde los catorce años estoy
trabajando aquí de pinche. He tenido que empezar desde abajo; de nada me sirvió
ser el hijo del jefe. Con la bata gris que me obligaba a llevar y la cabeza
toda pelada parecía un hospiciano.
Al final mi padre me compró seis juegos de
camiseta y braslip (tres de la marca Hedea
y otros tres de Ocean). Además me
llevé tres cajas de calcetines Ejecutivo, en colores gris oscuro, negro y
marino. Nos despedimos de don Andrés y sus gemelos estrechándonos las manos. El
señor del Castillo sin duda era un padre mucho más severo que el mío.
Capítulo 4: Los
espías estivales (verano de 1974)
Al oír que los gemelos tenían que pelarse en
la barbería de Clemente, la más desfasada de la ciudad, me dio un vuelco el
corazón. Sentí una gran curiosidad por ver el resultado. El local se encontraba
ubicado en un angosto callejón, conocido como Pasadizo de los Novicios. Desde
la calle de los Capuchinos se podía contemplar su fachada pintada de gris
claro. En un lateral colgaba un cartel metálico, esmaltado en blanco y con las
letras en negro, en el que se podía leer el siguiente rótulo: “Barbería Clemente.
Salón de Caballeros”. En la parte superior de la puerta, un cristal opaco
filtraba la luz e impedía ver lo que ocurría en el interior. En época invernal
aquella barbería era una fortaleza inexpugnable para las indiscretas miradas de
los viandantes. Sin embargo durante el verano, cuando el calor apretaba,
Clemente solía mantener la puerta abierta para ventilar el negocio. El cliente
se veía obligado a sacrificar su intimidad para poder disfrutar de una
temperatura más fresca.
Durante las vacaciones estivales mi amigo
Gastaminza y yo jugábamos a los espías. Descubrimos una discreta esquina, con
un excelente campo de visión, desde donde controlábamos todo lo que sucedía en
aquel misterioso lugar. Nos escandalizábamos viendo como el viejo barbero esquilaba
a los soldados de reemplazo, con un celo y rigor mucho mayores de lo que
exigían las ordenanzas militares. En otra ocasión oímos el llanto de un niño,
al que aquel sádico despojó por completo de sus inocentes rizos. La mayoría de
las veces, los que se sentaban en el que apodábamos como “el sillón de tortura”
eran hombres mayores, de pelo blanco, que solicitaban un pelado “al cepillo
parisién”. También nos quedamos atónitos al contemplar la destreza con que
rasuró la coronilla de un cura rollizo y ensotanado. Pero quizás lo que más nos
impactó fue el pelado al rape que le metió a un caballero rubio. Cuando
abandonó el local su cabeza redonda, iluminada por el sol, se nos antojó una
bola de oro.
Algunas veces, los brutales rapados que
metía este peluquero de la vieja escuela nos provocaban una risa nerviosa,
peligrosamente contagiosa, imposible de contener. En cierta ocasión nuestras
carcajadas alertaron al viejo Clemente. Inesperadamente abandonó al cliente en
el sillón y salió detrás de nosotros. Tuvimos que correr, como alma que lleva
el diablo, para no ser apresados por él. Por suerte no pudo ver nuestras caras.
Tal vez hubiese dado la queja a nuestros padres para que dejáramos de meter las
narices en su trabajo. De haber sido así me hubiera caído un buen rapapolvo y
tal vez un castigo. Si algo molestaba a mi padre era que otro adulto me llamara
la atención por un comportamiento inadecuado.
Al día siguiente del percance con el
barbero, extremamos las precauciones para no ser de nuevo descubiertos por
éste; continuamos fisgando con mayor discreción y sigilo. Empezamos a utilizar
un lenguaje encriptado para referirnos a nuestras actividades de espionaje. Nos
imaginábamos que éramos dos agentes de una asociación secreta llamada NORAJO
(No Rapes a los Jóvenes). Se nos había encargado la misión de levantar acta de
todo lo que acontecía en aquel siniestro lugar. Llevábamos con nosotros una
libreta, en cuya tapa delantera habíamos escrito el término inglés “Top
Secret”. En ella apuntábamos todos los detalles: hora en que era “ejecutada” la
“víctima”, edad del cliente, descripción del tipo de corte que le metían etc…
El barbero Clemente se mostraba inclemente
con sus clientes; era un torturador nato, un sádico y lo peor de todo, un
antiguo. Los jóvenes tenían derecho a usar el cabello tan largo como quisieran.
Tanto Jesús como yo éramos dos chicos imaginativos, capaces de inventarnos
mundos paralelos a la realidad. En nuestro pequeño universo los únicos
protagonistas éramos nosotros dos.
Una tarde de finales de julio vimos
acercarse a la barbería a un chaval de nuestra edad; se trataba de un conocido
de Gastaminza. Se apellidaba Marcos y su padre era propietario de una
zapatería. Los demás chicos del barrio se escandalizaban de las esquiladas que
lucía el hijo del zapatero. Por este motivo había sido apodado como el
Borreguito Marcos. En aquellos años un rapado militar te marcaba y humillaba
hasta extremos insospechados.
Jesús se acercó a Marcos y le saludó con
simpatía. El Borreguito le dijo que tenía que irse a cortar el pelo; quería
hacerlo pronto para poder ver el partido de fútbol que televisaban a las siete
de la tarde. Gastaminza no pudo vencer su curiosidad y le preguntó por el tipo
de corte de pelo que se iba a hacer. Marcos le respondió que su padre ya lo
tenía hablado con Clemente. En verano lo esquilaban muchísimo. A la semana
siguiente se iba de vacaciones a un campamento de la OJE y allí no simpatizaban
con los melenudos. A mi amigo se le ocurrió un plan. Nosotros dos podríamos
asistir a aquel memorable rapado en primera fila, cómodamente sentados, sin
correr ningún riesgo. Esto es lo que propuso Jesús al hijo del zapatero:
-¿Te gustaría ver el partido a todo color?.
Nos acabamos de comprar una tele de 24 pulgadas. Si quieres vamos a mi casa; a
estas horas mis padres no están. Puedes telefonear a tu padre desde el salón
para pedirle permiso; no creo que se enfade. Ya sabes que mi padre es cliente
de vuestra zapatería.
Al Borreguito le sedujo la propuesta. Le
dijimos que nos encontrábamos cansados y que no nos apetecía aguardarle de pie.
Le propusimos esperarle sentados dentro de la barbería. Nos metimos los tres en
aquel misterioso local. Marcos saludó a Clemente y le dijo que éramos amigos
suyos. Le pidió permiso para que le esperásemos dentro. El barbero no tenía
clientes en aquel momento y nos dio la autorización.
Capítulo 5: Los
infiltrados (verano
de 1974)
Gracias a la estratagema de Gastaminza,
conseguimos infiltrarnos en el “terreno enemigo”, como hacían los espías de las
teleseries americanas. El viejo Clemente aparentemente no sospechaba nada. De
vez en cuando nos miraba con curiosidad; mostró cierta perplejidad ante nuestra
inesperada presencia. El hecho de llevar las orejas parcialmente cubiertas por
el pelo, ya era motivo de escándalo para un maestro barbero de la vieja
escuela.
Jesús y yo nos fijamos hasta en los detalles
más insignificantes. En nuestra libreta “Top Secret” realizamos una meticulosa
descripción tanto del propietario como de su barbería. Clemente era un hombre
de estatura media, pelo canoso y cortado al rape. Su rostro enjuto nos
recordaba al de las esfinges egipcias; no acostumbraba a sonreír. Sus ojos
claros, protegidos por unas gafas de montura cromada, miraban con frialdad y
suspicacia. Vestía con una bata gris,
que más que de barbero parecía de ferretero.
En la pared izquierda del establecimiento,
perfectamente alineadas, se distribuían ocho sillas modelo Thonet, acabadas en
nogal oscuro; haciendo juego con el resto del mobiliario había un perchero de
pie, también de madera oscura. La mitad inferior de las paredes estaba
revestida con unos azulejos biselados en tono gris. La parte superior aparecía
pintada del mismo color gris, al igual que el techo. El suelo se encontraba
pavimentado con baldosas hidráulicas, de dibujos geométricos grises y blancos.
El establecimiento se iluminaba por medio de dos grandes focos esféricos de
cristal blanco, que colgaban de sendas barras metálicas.
Nos llamó especialmente la atención el
original diseño de un calentador de agua, fabricado en metal cromado; aquel
artefacto nos recordó a los alambiques utilizados por los alquimistas de las
películas en sus experimentos secretos. Nos imaginamos al viejo Clemente
preparando sus pociones mágicas con aquel secreto instrumental. Si a un cliente
primerizo le aplicaba en la cabeza alguno de sus extraños mejunjes, éste perdía
su libertad de decidir por sí mismo; quedaba sometido de por vida a la voluntad
del barbero nigromante. Por ese motivo, el Inclemente tenía una clientela fija
que jamás le era infiel. Los pelaba a su gusto, sin pedirles opinión.
La pared principal del local estaba presidida
por un espejo de cuerpo entero, biselado, con el marco de madera oscura. El
sufrido cliente veía su imagen reflejada en él y podía así contemplar como
evolucionaba su corte de pelo. A cada lado del mismo se distribuían dos muebles
oscuros, cubiertos por sendos mármoles de color gris; en sus cajones y
compartimientos se guardaban las toallas y las capas.
Encima de estos muebles, incrustadas a la
pared, se encontraban unas baldas de vidrio, sujetas por una estructura de
barras metálicas; sobre dichas baldas se distribuía toda la herramienta
utilizada por el barbero: navajas y brochas de afeitar, bacías, tazas
metálicas, barras de jabón para rasurar, masajes para después del afeitado (de
las marcas Flöid, Williams, Geniol, Mirsol etc).
También había varios peines y cepillos y toda clase de tijeras. No faltaban los
tradicionales frascos de cristal con lociones capilares de la marca Flöid o Abrotano Macho. Los pulverizadores metálicos, de formas cónicas y
redondeadas, brillaban como si fueran de plata.
Sin embargo, lo que más nos llamó la
atención fue sin duda la colección de maquinillas manuales, perfectamente
alineadas, como los soldados en formación. Cada máquina tenía grabado un número
en la zona inferior; cuanto más alto era el guarismo más anchas eran las púas
de ésta. Las maquinillas de púas más estrechas eran las que más rapado dejaban
el cabello.
En una de las paredes, sujetada por un
clavo, colgaba amenazante una maquinilla eléctrica de carcasa gris. Aquel era
sin duda el instrumento de tortura más temido por los jóvenes modernos que
caían en manos del inclemente pelagatos.
El Borreguito Marcos se sentó en el sillón
de barbero. El que nosotros llamábamos “potro de tortura” tenía el asiento y el
respaldo de rejilla; los brazos eran de porcelana blanca; en el centro del
reposapiés cromado, de dibujos afiligranados, figuraba en letras brillantes el
nombre de la marca comercial Triumph.
Clemente, de manera diligente, envolvió al
pobre muchacho en una inmensa capa de algodón blanca. En la zona del cuello le
colocó un paño, también blanco. Le peinó para alisarle el pelo. Un silencio
sepulcral reinaba en aquel lugar. Mi amigo y yo estábamos atónitos, expectantes
y nerviosos. Nos miramos con pavor al contemplar que el peluquero echaba mano a
una de las maquinillas manuales, de las de púas estrechas. La movió en el aire
y la engrasó con aceite. Con la mano izquierda le bajó la cabeza al pobre
muchacho. Tan sólo le dijo:
-No te muevas ni un milímetro. Te lo digo
por tu bien. De lo contrario te haré un trasquilón y tendré que raparte aún
más. Así que mocete, ¡la cabeza bien quietita!
Clemente movía la maquinilla con una
agilidad increíble. Desde nuestros asientos percibimos perfectamente el
traqueteo que producía la misma, aquel sonido tan peculiar. El pelo de Marcos,
todavía muy corto, era cercenado a su paso. La capa se llenó de pequeños
mechones negros. Tan sólo quedaba una leve sombra de cabello. El cuero
cabelludo se transparentaba por completo. Le subió la maquinilla, aquel demonio
plateado, hasta la altura de la coronilla y las sienes. Luego tomó otra
maquinilla de púas más anchas y le rapó la zona superior. Tan sólo utilizó la
tijera para la zona del flequillo. Le dio la característica forma de cepillo,
dejándoselo muy tieso. Pero todavía faltaban detalles; al poco descolgó la
maquinilla eléctrica y se la pasó por la nuca y las patillas, para despejar aún
más estas zonas de la cabeza. Para terminar le pasó la navaja barbera por los
costados, cuello y patillas. Como toque final le roció la cabeza con un
pulverizador tradicional de barbero, que contenía alguna loción capilar.
Las palabras finales del barbero Clemente no
nos dejaron indiferentes. Mientras le acariciaba a contrapelo la cabeza a
Marcos dijo:
-Bueno, este mozo ya está listo para irse de
campamentos. Ya nadie podrá agarrarle de los pelos ni llamarle señorita Mari
Pili. Sin embargo tus amigos tienen una buena pelambrera para cortar. Si
queréis llamo por teléfono a vuestros padres para que me autoricen a meteros un
pelado en condiciones.
Los tres salimos zumbando del
establecimiento. Teníamos miedo de que nos hubiera conocido. En cuanto
estuvimos en la calle aprovechamos para sobarle la cabeza al Borreguito. A la
luz del sol su cráneo se nos antojó tan esférico como un balón de reglamento.
Se le distinguía perfectamente la piel del cuero cabelludo. Al final decidió
marcharse a su casa a ver el partido. Prefería estar al lado de su padre para
comentar las jugadas.
Capítulo 6: Los
gemelos (sábado, 19 de octubre
de 1974)
Tras comenzar el curso escolar, Jesús y yo
dejamos de jugar a los espías; no disponíamos de tiempo libre suficiente para
ejercer nuestras actividades secretas. Sin embargo, aquella tarde de viernes
había recibido una valiosa información: conocí de antemano el día, la hora y el
lugar exacto en que dos chavales de mi edad iban a ser rapados. Entre las 9 y
las 9,30 horas de la mañana, del sábado 19 de octubre, los gemelos acudirían a
la barbería de Clemente; así se lo había ordenado su padre.
Todavía llevaban el pelo cortísimo; era
evidente que no les iban a hacer precisamente un arreglito. Me preguntaba a mí
mismo hasta dónde estaría dispuesto a llegar aquel despiadado barbero; me lo
imaginaba utilizando sus maquinillas con ellos de manera inmisericorde. No se
detendría hasta que los hermanos estuvieran rapados como dos borregos recién
salidos del esquiladero.
Para conocer el desenlace de aquel drama
capilar debía merodear por los alrededores a la hora indicada. Era de vital
importancia ponerme en contacto con el agente secreto Gastaminza, mi compañero
de NORAJO. Entre los dos volveríamos a levantar acta de todo lo que sucedía en
aquel rancio establecimiento.
Nada más abandonar la mercería, mi padre y
yo regresamos a casa; debía merendar y hacer mis deberes en su despacho,
siempre vigilado por él. A mis doce años comenzaba a desarrollar algunas
picardías; durante el trayecto a casa, maquiné un plan para que me permitiera
salir a la calle al día siguiente, antes de las nueve de la mañana. Los fines
de semana no acostumbraba a madrugar; me hacía el remolón para no levantarme.
Cuando se me pegaban las sábanas mi padre tocaba diana; imitaba muy bien el
sonido del cornetín que oían los soldados en el momento de despertarse. Si
continuaba en brazos de Morfeo, al grito de “quinto levanta, tira de la manta”,
descubría la cama y me obsequiaba con un cariñoso azote en el trasero.
Le pedí permiso a mi padre para telefonear a
mi amigo Jesús. El sábado por la mañana debíamos acudir a la biblioteca
pública, antes de que abriesen; si llegábamos tarde, nos arriesgábamos a
quedarnos sin sitio y sin los libros que más nos interesaban. El profesor de
ciencias sociales nos daba la oportunidad de subir nota si presentábamos un
trabajo complementario a los exámenes. Necesitábamos recabar información en
enciclopedias; los libros de texto no traían suficientes datos sobre el tema.
Se trataba de un trabajo de investigación; todavía no habíamos decidido la
materia sobre la que iba a versar.
Me serví de un lenguaje en clave para
explicarle a Gastaminza cual era la situación:
-Gasta, mañana convendría que fuéramos a la
biblioteca para hacer el trabajo voluntario de ciencias sociales. Tenemos que
estar allí antes de las nueve de la mañana. Podemos quedar en el edificio de
Correos, que nos pilla a mitad de camino. Escucha atentamente lo que te tengo
que decir: NORAJO, operación especial. En el lugar infame que tú y yo sabemos,
antes de las nueve, dos víctimas del inclemente. La cosa promete y mucho; ya te
lo contaré con más detalle. Llevaré la libreta Top Secret… Hasta mañana.
Jesús aceptó mi propuesta sin poner ninguna
traba. El padre de Gastaminza le permitía salir a la calle los sábados por la
mañana, máxime si se trataba de un tema colegial. Mi padre, por el contrario,
me tenía mucho más controlado. Estuvo presente durante la conversación
telefónica que mantuve con mi amigo. Cuando colgué el auricular, mostró su
sorpresa por el lenguaje tan extraño que había utilizado:
-A los chavales de hoy en día no hay quien os
entienda. Utilizáis una jerga ininteligible. ¡Pronto empezamos con los
secretitos!
El despertador sonó a las ocho de la mañana,
como los días de labor. Me levanté rápidamente y le pedí a mi padre que me calentara
el desayuno. Éste continuaba sorprendido por mi diligencia:
-Veo que ese trabajo de ciencias sociales es
muy importante para ti. No recuerdo ni un solo sábado en el que no te haya
tenido que echar de la cama. ¿Has dejado tu cuarto ordenado?. Voy a pasar
revista…
Llevé conmigo mi cuaderno de apuntes de
ciencias sociales, para disimular, y la libreta “Top Secret”, escondida en un
bolsillo de mi cazadora. No tuve paciencia ni para esperar al ascensor; baje
los cuatro pisos corriendo, saltando las escaleras de dos en dos. Cuando llegué
a la central de correos, Gastaminza ya
me estaba esperando. Le mostré nuestra libreta de NORAJO, la conservaba como un
tesoro. Debíamos darnos prisa, los gemelos podrían llegar en cualquier momento.
Nos imaginamos que éramos dos reclutas obligados a acudir a la barbería militar
a paso ligero:
-Un, dos, un, dos…. Aaaaaaaalto. Agentes
Fran y Jesús, acudan perdiendo el culo a la barbería del inclemente. Deberán
contar al Gran Jefe de NORAJO todo lo que ocurre en ese antro de perdición;
tomen buena nota de ello.
Nos reíamos a mandíbula batiente. En
aquellos maravillosos años nuestros problemas eran insignificantes si los
comparamos con los que tenían los adultos. Veíamos la vida con optimismo; el
futuro sólo nos podía deparar cosas buenas. A los pocos minutos llegamos a
nuestra esquina favorita, desde la que controlábamos las entradas y salidas del
personal.
De repente, a lo lejos, vimos al viejo
Clemente. Nos tapamos la cara con el cuaderno de ciencias sociales, para que no
nos conociera. Abrió la puerta con mucho estrépito; aquellas maderas tan
antiguas chirriaban. Al poco le vimos, escoba en mano, barriendo la acera,
vestido con su bata gris. Constantemente mirábamos nuestros relojes, la espera
se nos hizo eterna. A las 9 horas y 21 minutos registramos la entrada en el
local de Manolo y Santi.
La puerta permanecía cerrada a cal y canto.
Nos acercamos sigilosamente para escuchar lo que ocurría en el interior,
llegamos a pegar la oreja a la puerta. Entre nosotros nos comunicábamos por
gestos, también nos leíamos los labios. Yo me imaginé lo que estaba ocurriendo
en aquel lugar y se lo expliqué, en voz muy baja, a Jesús:
-Ahora el Inclemente le está metiendo la
maquinilla de mano a uno de los gemelos. ¿No escuchas la musiquilla?: chaca,
chaca, chaca, chaca…
Gastaminza también permanecía expectante y en
un momento dado me dijo:
-Este rapabarbas acaba de encender la
maquinilla eléctrica. Presta atención al zumbido: zzzzzzzz…
Cuando vimos acercarse a la barbería a un
señor mayor nos apartamos de la primera línea de batalla; nos dirigimos al
fondo de callejón. Aquel hombre, nada más abrir la puerta del local, saludo a
los allí presentes con un:
-¡A la paz de Dios!. ¿Me va a tocar esperar
mucho?.
Decidimos controlar todo lo que ocurría en el
Salón de Caballeros desde nuestra esquina favorita; no podíamos arriesgarnos a
que el barbero nos pillase curioseando por aquel lugar. La asidua clientela de
Clemente empezó a acudir al establecimiento aquella mañana de sábado;
contabilizamos hasta cinco caballeros, todos ellos mayores de cuarenta años y
con el pelo aún muy corto. Evidentemente aquel no era un local de moda. Los
escasos chavales y jóvenes que se cortaban el pelo donde Clemente, lo hacían obligados
por las circunstancias.
A las diez horas y trece minutos se abrió la
puerta y los gemelos abandonaron el local. Jesús y yo nos quedamos
boquiabiertos. A los dos hermanos aquel sádico los había pelado al rape. De
lejos nos pareció que estaban completamente calvos. Al aproximarnos
disimuladamente hacia ellos comprobamos que aún conservaban algo de cabello en
la parte superior de sus cabezas. En la zona de atrás y en los laterales, la
piel les clareaba por completo ya que el pelo tenía una largura milimétrica.
Se dirigieron a la mercería, a toda
velocidad, avergonzados y cabizbajos. Tuvimos que apretar el paso para no
perderlos de vista. Guardábamos unos metros de distancia para no ser
descubiertos por ellos. Un hombre mayor se les quedó mirando y le comentó a su
acompañante:
-Estos chavales deben estar en algún
reformatorio. Van con todo el coco pelado; a los pobres se les ven las ideas.
Una vez que se metieron en la tienda los
perdimos de vista; no les apetecía lucir en público aquellos vergonzantes
cortes de pelo. Seguramente se refugiaron en la trastienda y no abandonaron su
escondrijo en toda la mañana. Jesús y yo decidimos irnos a la biblioteca. Había
que justificar nuestro madrugón del sábado.
Capítulo 7:
Situación sanitaria de emergencia (viernes, 25 de octubre, 1974)
Después de comer, mi padre y yo nos dirigimos
al salón, donde teníamos instalado el televisor. Como era su costumbre, se
acomodó en el sillón orejero de piel marrón, reservado exclusivamente para el
cabeza de familia. A papá le gustaba escuchar las noticias de las tres de la
tarde, “el parte” como llamaba al Telediario.
Yo me senté cerca de él; aproveché el tiempo libre de que disponía para ojear
un cómic de Tintín.
Era de
los pocos momentos del día en que nos encontrábamos los dos a solas,
mano a mano. De vez en cuando, con mucho disimulo, nos observábamos el uno al
otro; sonreíamos sin decirnos nada; nos comunicábamos con la mirada. Para
relajarse aún más estiró las piernas, apoyándolas en un reposapiés de piel
marrón. Se recogió los pantalones por
encima de la pantorrilla, enseñando completamente los calcetines Ejecutivo.
De repente, por sorpresa, aprovechando que
en la televisión emitían la publicidad, mi padre me agarró suavemente del brazo
y me dijo:
-Jovencito, tú y yo tenemos que hablar.
Mientras me daba aquel toque de atención,
se puso una pierna encima de otra y comenzó a acariciarse la pantorrilla.
Exhibía por completo sus calcetines grises de la marca Ejecutivo. Cuando me sermoneaba, para que fuera más aplicado y
estudioso en el colegio, tenía la costumbre de masajearse la pierna. Tal vez
con aquel gesto deseaba captar mi interés, reforzar su autoridad sirviéndose
del lenguaje corporal. Sin embargo, esta vez su preocupación por mí era de otra
índole. Iba a recibir un ultimátum. Con su voz grave y severa, sin alterarse lo
más mínimo ni perder la compostura, me miró fijamente a los ojos y me dijo:
-Esta tarde, sin falta, te cortas el pelo.
Es el último aviso que te doy; si me
desobedeces atente a las consecuencias. Ya sabes que yo por las malas soy capaz
de cualquier cosa. La pena es que, hasta que no cumplas catorce años, no puedes
acceder a la barbería del Casino Mercantil. Para mí sería mucho más cómodo que
los dos nos cortásemos el pelo en el mismo sitio. Julián es un oficial de
barbería de primera división. Además aprovecho la visita al “Salón de
Caballeros” para que me haga un rasurado perfecto, con masaje facial y todo. El
limpiabotas, Manolo, me pule los zapatos como nadie.
Mi padre había buscado una alternativa:
-Vete
a donde Clemente, esa barbería que está en el callejón de los Novicios, la que
hace esquina con la calle de los Capuchinos. ¿Sabes dónde te digo?...
Asentí con la cabeza. Mi amigo Jesús
Gastaminza y yo conocíamos de sobra aquel lugar. El verano pasado nos habíamos
dedicado a fisgar, desde un rincón escondido, todo lo que ocurría en el
interior de aquel rancio establecimiento. Mi padre ignoraba por completo mi
afición al espionaje; desconocía muchas facetas de mi personalidad. Continuó
exponiendo las razones por las que había decidido enviarme allí:
-Es una barbería económica, de las de toda
la vida. Me recuerda a la del difunto Amador, a la que te llevaba de pequeño.
Desde que aquel señor cerró el negocio, no te han vuelto a hacer un corte de
pelo en condiciones. Me la ha recomendado don Andrés del Castillo, hombre cabal
donde los haya; es el propietario del comercio donde te compré la ropa interior
y los calcetines el otro día. Tiene dos hijos gemelos, más o menos de tu edad.
Por lo que me han contado deben ser muy estudiosos, los primeros de la clase.
Si la memoria no me falla, los vimos en la tienda, echando una mano a don
Andrés. Tanto los chavales como su padre son clientes de Clemente de toda la
vida. Los tres llevan unos cortes de pelo impecables, a cepillo parisién. Te
voy a dar cien pesetas; le dejas al barbero un duro de propina.
Mi padre había tomado una decisión en firme.
No se iba a dejar tomar el pelo por ningún peluquero modernito:
-A la peluquería de ese tal Horacio no vas a
volver nunca más. Tiene unos precios abusivos y sales prácticamente igual que
como has entrado; te pega cuatro tijeretazos y a la calle. Un corte de pelo
debe notarse y durarte al menos veinte días. En cuanto me descuido, sin haberle
dicho yo nada, te lava la cabeza con un champú contra la seborrea, la caspa y
no sé cuantas cosas más. Tampoco me pide permiso para aplicarte esa ampolla
vitamínica, el crece-pelo mágico que no sirve para nada. Sólo le interesa
sacarle los cuartos al cliente; ¡tiene más cuento que Calleja!
Mi padre me tenía reservada una sorpresa
para el final:
-Por cierto, he leído en el Diario Regional
un artículo que te puede interesar. Al parecer en algunos colegios de esta zona
han encontrado a chicos con piojos. Las autoridades sanitarias van a cortar por
lo sano; los van a rapar a todos al cero, sin piedad. Léelo aquí; verás que no
me lo invento. Como pilles miseria en el colegio te dejan la cabeza como un
espejo, sin un solo pelo. Así que ya sabes, te lo digo por tu bien, antes de
que sea demasiado tarde: ¡que te metan un buen corte de pelo, hijo mío!
Yo me puse nerviosísimo al oír aquello. Cogí
el periódico y leí, con gran atención, la noticia que hacía referencia a este
tema. En algunas ciudades próximas a la nuestra, las llamadas Unidades de
Desinfección habían entrado en acción. Sanitarios del ejército acudían a los
centros escolares masculinos para proceder a rapar al cero de todos los chicos.
Con las niñas, por motivos obvios, tenían más consideración y se servían de
otros métodos; con ellas utilizaban lociones especiales para acabar con la plaga.
El Diario Regional incluía en sus páginas una entrevistaba a don Aurelio Casas,
máxima autoridad sanitaria de la provincia. Según el doctor Casas, el foco de
infección se había originado en algunas escuelas públicas e institutos de
secundaria masculinos:
-Las niñas, por costumbre y coquetería, son más mucho más proclives a
lavarse la cabeza con champús y a mantener la higiene íntima. Por el contrario,
los muchachos son menos dados al aseo capilar, mostrando una mayor dejadez en
su cuidado personal. En muchos colegios masculinos no existe el hábito de
acudir a la ducha después de practicar actividades deportivas. El exceso de
sudoración y la grasa, que se acumula en el cuero cabelludo y en zonas pilosas,
han sido factores desencadenantes de la infección. La moda del cabello largo
entre la población masculina y la falta de cuidados higiénicos han provocado
esta nueva plaga.
El entrevistador preguntó a don Aurelio cuál
era en su opinión la solución a este problema sanitario:
-A finales de los años cuarenta conseguimos erradicar
esta infección, acabamos con el conocido popularmente como piojo verde. Ahora
contamos con métodos más eficientes para combatir con éxito la pediculosis.
Aconsejamos a los estudiantes que extremen las medidas higiénicas. Rogamos a
los directores de los distintos centros educativos que, en caso de que sea
necesario, faciliten el trabajo de las autoridades sanitarias. La Brigada de
Sanidad del Ejército es el organismo encargado de llevar a cabo los controles
pertinentes y la posterior desparasitación del alumnado.
El reportero metió el dedo en la llaga al
referirse a los cortes de pelo obligatorios impuestos a la población escolar
masculina. Don Aurelio respondió a esta cuestión de una manera directa:
- Debemos desterrar la idea de que
cortar el pelo al cero a un niño o adolescente varón suponga para éste un
castigo traumático, algo vergonzoso. La salud pública y la asepsia deben
anteponerse a la moda y a los caprichos de la juventud. Los pedagogos deberán hacerles entender que
el pelo crece y los parásitos ponen en grave riesgo su bienestar. Convendría
que todos los escolares varones, sin excepción, se cortaran el pelo “a
cepillo”, al menos una vez al mes. De esta forma el aseo capilar sería más llevadero
para ellos. En los cuarteles militares de esta región militar no se ha
detectado ningún caso de pediculosis. Esto es debido a que, obedeciendo a las
ordenanzas militares, los reclutas y soldados usan el cabello muy corto.
Según iba leyendo aquellas líneas comencé a
sudar, el pulso me temblaba y el corazón me palpitaba con fuerza. Mi padre
percibió mi preocupación por el tema e intentó quitarle hierro al asunto:
-Fran, hijo mío, no te lleves mal rato por
esta nimiedad. Me da a la nariz que al final todos los chavales vais a acabar
con un corte de pelo militar. Se ve que las autoridades sanitarias han
comenzado una cruzada contra el pelo largo. No hay mal que por bien no venga;
lo de los piojos es la excusa perfecta para acabar, de una vez y para siempre,
con el movimiento hippie. Yo respaldo esta medida. Qué me digan dónde hay que firmar para
despiojar a todos esos guarros, a esa cuadrilla de vagos y maleantes. Las
melenas son muy bonitas en las mujeres. Nosotros los hombres, con el pelo bien
cortito y el rostro bien apurado, proyectamos una imagen de masculinidad e
higiene.
Me atreví a enmendarle la plana a mi
progenitor:
-Papá, hasta finales del siglo XIX los
hombres usaban también el pelo largo. El hermano Rafael, en clase de historia,
nos explico que a un visigodo la mejor manera de humillarle era raparle el
cabello y las barbas. Este tipo de castigo se llamaba “decalvatio”. La dignidad
de los reyes y grandes señores residía en la largura del pelo.
Mi padre contraatacó, echando por tierra mis
argumentos:
-Recuerda, Fran, que por culpa de los
visigodos los musulmanes invadieron la península Ibérica. Tardamos ocho siglos
en echarlos. Los romanos, que llevaban el pelo bien cortito, crearon un gran
imperio y sometieron a otros pueblos cuyos guerreros usaban melenas.
Capítulo 8: El
sargento Benítez (la década de los cuarenta)
Mi padre
sacó a relucir anécdotas de su servicio militar; pretendía que yo me
tranquilizara y no diera tanta importancia a un corte de pelo riguroso:
-A mí en la mili, nada más llegar, me
raparon toda la cabeza con la maquinilla del doble cero. Sólo se notaba la
sombra del pelo. Cuando te pasabas la mano parecía que acariciabas papel de
lija; aquello pinchaba más que la barba. Algunos de mis compañeros se
lamentaban por haber perdido el tupé y se mostraban compungidos y apenados. Los
soldados veteranos se divertían a su costa. Cuanto más preocupado te veían, más
se metían contigo. Yo, por el contrario, me miré al espejo y sonreí. Mi cabeza
parecía una bombilla, brillaba como si fuera de marfil. Fingí indiferencia y
despreocupación. Sabía que el pelo me acabaría creciendo, que me saldría más
duro y vigoroso. Como dice el refrán “mal de muchos, consuelo de tontos”.
Mi padre había cogido carrerilla y no paraba
de hablar sobre el tema:
-Durante la mili me lo volvieron a rapar,
como castigo, al menos en cuatro ocasiones. El sargento Benítez estaba siempre
acechando, como un perro de presa, a la espera de que cometieses alguna falta.
Si llevabas un botón desabrochado o no te habías rasurado la cara
correctamente, ya estabas sentenciado. Te mandaban a la barbería del cuartel y
tenías que decirle al oficial de la peluquería que te metiera un pelado al
doble cero. Luego te presentabas ante Benítez con la cabeza como un huevo. Si
te habían esquilado recientemente y cometías una nueva falta, te aplicaba el
castigo más duro que existía: un afeitado de cabeza con jabón y navaja. Exigía
que te dejaran el cráneo “como el culo de un niño”.
Mi padre continuó despotricando contra aquel
suboficial:
-Aquel sargentillo chusquero gastaba muy
mala leche. Era tan perverso que tenía una botella de aceite de ricino guardada
en su taquilla. Para que cundiera el ejemplo, delante del resto de la tropa, te
ordenaba agachar la cabeza recién rasurada. Te la untaba con aquel mejunje
hasta que te brillaba como un espejo. Para completar la faena te la lustraba
con un paño. Aquel hombre era un sádico que disfrutaba humillando a sus
subordinados.
Yo le pregunté si a él en alguna ocasión le
llegaron a afeitar la cabeza:
-Hijo mío, tu padre no se libró de este
castigo. La culpa la tuvo un puñetero plato metálico; se me cayó al suelo,
mientras estábamos en formación para
entrar al comedor. La semana anterior me habían rapado al dos ceros por llevar
las botas sucias; además, el sábado y el domingo estuve arrestado, no pude
salir de paseo. Benítez, al oír aquel estrépito, exigió que el culpable
abandonase inmediatamente de la fila y se acercase a él. Me obligó a agachar la
cabeza y mientras me la sobaba me dijo:
-Aquí, aunque te pasen la maquinilla del dos
ceros no se va a notar, no hay pelo para rapar. Así que te vamos a dejar el
cráneo como ese artista de cine llamado Yul Brynner. Dile al barbero que quiero
verme la cara tan guapa que tengo reflejada en tu cabeza; ¡qué te la deje como
un espejo!. Cuando parezcas una bola de billar te presentas ante mí para que te
la lustre.
-Aquel día estaba de barbero un tal
Junquera, un chaval de mi quinta. Cuando me vio entrar con el coco pelado se
imaginó lo que sucedía. No utilizó ninguna maquinilla; directamente me enjabonó
con la brocha, una y otra vez, para ablandarme el pelo. Me miré al espejo y
parecía un merengue, con toda la cabeza blanca, cubierta por una espesa capa de
jabón. Cuando empezó a deslizarme la navaja por el cuero cabelludo, sentí como
me arrancaba de raíz el poco pelo que me quedaba. Los dos permanecíamos en
silencio. Me estremecí al oír el sonido que producía la cuchilla al entrar en
contacto con la piel: ras, ras, ras…
Seguí escuchando aquel relato tan truculento:
-Junquera me tocaba a cada paso la cabeza,
para ver si quedaba algún residuo de cabello. Si Benítez encontraba un solo
pelo, el próximo calvo podría ser él. Los barberos eran responsables de su
trabajo; se les exigía meticulosidad y precisión. Más de uno acabó con la
cabeza como una bombilla, por no seguir al pie de la letra las instrucciones de
un superior. Aquel chico tuvo el detalle de afeitarme la cara, para evitar que
me arrestaran por la barba.
-Mi padre, a pesar del tiempo transcurrido,
recordaba cada detalle de lo sucedido:
-Delante de los otros soldados, el sargento
me obligó a ponerme de rodillas. Acto seguido me extendió por el cuero
cabelludo el aceite de ricino, con mucha parsimonia, recreándose en la
humillación a que me estaba sometiendo. Luego, con una gamuza para limpiar
zapatos, me abrillantó el cráneo mientras silbaba una marcha militar.
Finalmente me llevó a los lavabos para que viese el resultado. No paraba de
sobarme la cabeza y de sonreír con malicia.
Aproveché que estábamos a solas para pedirle perdón por lo sucedido y
explicarle que lo del plato había sido un accidente. Benítez disfrutó al verme
tan sumiso y me contestó que la próxima vez me iba a pelar los…
Mi padre no llegó a terminar la frase; me consideraba muy niño
para oír ciertas expresiones malsonantes. Noté que su rostro enrojecía; a punto
había estado de meter la pata.
Capítulo
9: En las inclementes manos de Clemente (viernes, 25 de octubre, 1974)
De repente dejó de hablar de su pasado
militar y volvió al presente:
-Fran, lo que te quiero decir es que no
debes angustiarte. Lo peor que te puede pasar es que te metan un pelado al
rape, todo a maquinilla. Estoy seguro de que te quedaría muy bien, parecerías hasta más macho. Tú y yo
somos afortunados al tener la cabeza bien redondita, de forma esférica. Además
tampoco te veo cicatrices en el cuero cabelludo. Tus orejas son pequeñas y bien
formadas; a los chavales que tienen soplillos y a los de cráneo apepinado,
estilo zeppelín, estos cortes de pelo les sientan peor que una patada en el
culo.
Mientras me decía estas cosas me agarraba
el pelo de atrás, dándome pequeños tirones. De vez en cuando me guiñaba un ojo,
en señal de complicidad.
Le pregunté cómo debía pedirle a Clemente
que me cortara el pelo:
-Hombre, hijo, dile que te lo corte bastante
corto, sobre todo de atrás; el cuello y las patillas bien apurados, eh. De
arriba que te lo deje un poco más largo, para que tengas algo que peinar. Se
trata de dar imagen de limpieza y aseo.
Le insinué que fuéramos juntos a la
peluquería. La mayoría de los barberos no solían tener en cuenta la opinión de
los chicos de mi edad:
-Papá, muchas veces le he dicho a Horacio que
me corte el pelo bien cortito, siguiendo tus instrucciones. El peluquero me
responde que es mejor ser prudente; que si me lo corta más de la cuenta la cosa
ya no tiene remedio, que no se pueden hacer añadidos. Cuando termina de pelarme
me da apuro decirle que lo quiero más corto. Siempre hay muchos clientes
esperando. Luego, cuando llego a casa, tú te enfadas conmigo, porque dices que
me lo han dejado igual que antes. Piensas que te he desobedecido.
Mi padre volvió a despotricar de aquel
peluquero:
-Fran, hijo mío, te he dicho mil veces que
ese Horacio no es más que un farsante. No tiene ni idea de lo que es un buen
corte de pelo; sólo hace arreglitos, que son pan para hoy y hambre para mañana.
No sabe lo que es una disminución de cuello bien subida, ni perfilar las
patillas. Tengo entendido que no afeita, porque considera que el rasurado es
algo muy personal e íntimo; seguro que si coge una navaja barbera le tiembla
hasta el pulso.
Mi padre continuó analizando la situación:
-Como estoy tan ocupado no puedo dedicarte
todo el tiempo que me gustaría. Tú siempre has preferido esa peluquería tan
moderna a las barberías de toda la vida. Como esta cerca de casa y no me gusta
que andes solo cuando anochece, he accedido a tus deseos. Pero hasta aquí hemos
llegado. A partir de ahora quiero que te corten el pelo de verdad. Vas a ir con
mucha más frecuencia a la barbería. Espero que la noticia que acabas de leer en
el periódico te haga reflexionar.
Por unos instantes los dos guardamos
silencio. Mi padre no paraba de darle vueltas al tema, intentaba buscar una
solución:
-Hoy tengo reunión en la Cámara de Comercio
y no sé si podré acompañarte. Calla, calla… ahora me acuerdo que la han pasado
a la semana que viene. Así que no hay ningún problema; esta tarde, sin falta,
te paso a recoger a la salida del colegio. Si tardo un poco me esperas en la
puerta; ¿has comprendido? Nunca sé con exactitud a qué hora podré escaparme del
banco. No es necesario que lleves dinero al colegio, a lo peor lo pierdes o te
lo roban. Ahora vete vistiéndote para ir a clase, no seas perezoso.
Papá, me propinó un cariñoso azote en culo,
para que obedeciese sus órdenes con mayor diligencia. Rápidamente fui a mi
habitación para cambiar mi ropa de casa por la de la calle. Aquel día prometía
ser especial. Decidí mudarme de ropa interior, la que llevaba estaba algo
sudada. Estrené un juego de braslip y camiseta en punto calado, de la marca Hedea, y un par de calcetines Ejecutivo grises.
La camisa que había llevado por la mañana al
colegio tenía el cuello algo sobado; por este motivo decidí sustituirla por un
polo blanco de espuma, que se ceñía a mi cuerpo y dejaba transparentar la
camiseta de tirantes calada. También me cambié de pantalones; saqué del armario
unos en gris oscuro con la raya muy marcada. En cuanto al jersey se refiere,
escogí uno azul marino, de hechura clásica y con el cuello de pico. Finalmente
me calcé unos zapatos negros mocasines y me presenté ante mi padre. Éste se
asombró al verme así vestido y opinó sobre el tema:
-Fran, veo que te has puesto de tiros
largos; ¿celebráis algo en el colegio?
Yo le respondí de la siguiente manera:
-Papá, como tenemos que ir a la peluquería
los dos juntos no quiero que te avergüences de mí. Por eso me he vestido con la
mejor ropa que tengo.
Mi padre aceptó mis explicaciones:
-Me parece bien que te preocupes por tu
apariencia; eso es señal de que te respetas a ti mismo. Hoy da gusto verte. Lo
malo es que en la barbería te van a llenar de pelillos el polo blanco. Le diré
a ese Clemente que te ajuste bien la capa para que no te manches. Vente conmigo
al cuarto de baño para que te eche una buena cantidad de colonia. Además quiero
que te peines esos remolinos. A partir de esta tarde ya no tendrás que usar el
peine y no perderemos el tiempo con acicalamientos innecesarios.
Mi padre y yo desprendíamos ese aroma
amaderado de la colonia Agua Brava.
También nos aplicamos una buena dosis de loción capilar Flöid . Me peinó con raya a un lado y me dejó el pelo aplastado,
como si quisiera disimular la largura del mismo.
Como bien dice el refrán “quien ríe el
último, ríe mejor”. Al final yo iba a ser una víctima más del despiadado
barbero Clemente. Lo que había comenzado como un juego se había convertido en
una sentencia de muerte para mi pelo. En aquel momento me vinieron a la memoria
una serie de imágenes fugaces, como si fueran ráfagas de luz imposibles de
atrapar. Recordé los brutales pelados que el viejo oficial de peluquería había
metido a varios soldados, a decenas de señores mayores, a aquel caballero rubio
cuya cabeza brillaba como el oro. No me podía olvidar de la humillante
esquilada del Borreguito Marcos. La imagen de los gemelos con las cabezas
idénticas, casi transparentes, la tenía muy presente.
Capítulo 10: Se
desata el pánico (viernes, 25 de octubre, 1974)
Los viernes por la tarde las clases eran muy
llevaderas. Durante la primera hora teníamos pretecnología (manualidades).
Entre mi amigo Jesús y yo estuvimos realizando un trabajo de marquetería;
pretendíamos construir un plumier de madera para guardar los objetos de
escritorio. El hermano Juan Ramón nos permitía hablar pero sin escandalizar
demasiado. Le conté a Gastaminza lo que ocurría:
-Gasta, tengo que decirte algo importante.
Prométeme que no te vas a reír de mí...
Mi amigo me juró no mofarse por divertido
que fuera el tema. Yo, visiblemente nervioso, le expliqué mi problema:
-Verás, mi padre desde hace días me está
insinuando que me corte el pelo; me toca la cabeza por sorpresa, me agarra de
las patillas, me echa miraditas mientras comemos y me lanza indirectas de todo
tipo. Hoy sin embargo no se ha andado con rodeos; me ha ordenado que me
esquilen esta misma tarde, sin ningún tipo de excusa.
Jesús me interrumpió:
-Bueno, pues vete donde Horacio. Ya sabes
que te pela muy poco; te recortará el flequillo y te entresacará lo de atrás y
ya está. Mucho peor es Modesto, al que me manda mi padre; es un hombre mayor y
bastante anticuado. Menos mal que como voy solo puedo frenarlo a mi gusto. Le
hago creer que me han dicho en casa que nada de maquinilla, que corte
poquito.
Yo exageré mi preocupación; fingí una
angustia que no sentía para que mi amigo se compareciera de mí:
-Gasta, mi padre, esta mañana en su
despacho, ha estado reunido con un cliente muy importante; se trata del dueño
de la mercería del Castillo, que a su vez es el padre de los gemelos. Le ha
aconsejado que me lleve a la barbería de Clemente. No me explico como ha podido
salir este tema a colación; estoy venga darle vueltas al asunto. A lo peor los
dos hermanitos se han ido de la lengua; seguro que le han contado a su padre
que los espiamos mientras se cortaban el pelo y que luego los seguimos por la
calle…
Mi amigo se llevó la mano a la frente y
empezó a resoplar. No se podía caer en peores manos:
-Debes hacer algo para que no te eche la
zarpa ese esquilador. Dile a tu padre que estaba cerrada la peluquería y que te
has ido a otra.
Yo apenado repliqué:
-Jesús, mi padre me va a acompañar. En
cuanto salgamos de clase me va a llevar en persona hasta el Pasadizo de los
Novicios. Además la cosa se ha puesto muy fea. ¿No te has enterado de lo de los
piojos?
A mi compañero de fatigas, al escuchar mis
palabras, se le pusieron los ojos como platos y exclamó:
-¡Es verdad!. Mi padre me lo ha dicho antes
de marcharme al colegio. La noticia venía en el Diario Regional. Te lo iba a
comentar ahora mismo. A chavales de nuestra edad los están rapando al cero
peluqueros militares. Los piojos se contagian muchísimo y si te pican te puede
entrar el tifus. A mí también me han ordenado que vaya mañana sábado a donde
Modesto. Pensaba hacerme el remolón pero con este panorama tan negro mejor será
ceder y que que el Señor nos pille confesados.
Después de un recreo de veinte minutos estudiamos
ciencias sociales. La última media hora la dedicábamos a una asignatura de las
que no puntuaban; se la denominaba formación.
Nuestro tutor solía comentarnos alguna noticia de actualidad que nos pudiese
interesar a los chicos de nuestra edad. La pediculosis fue el tema elegido
aquella tarde. Don Arturo nos informó sobre la infección de piojos que afectaba
a varios colegios de nuestro entorno. Nos dijo que si venían los sanitarios
militares nos iban a rapar más que a los reclutas:
-Utilizan maquinillas de cortar el pelo y no
se andan con contemplaciones. Os la pasan por toda la cabeza y os dejan el pelo
al milímetro. Yo os aconsejo mucha higiene y limpieza. Venden champús
especiales que repelen a los piojos; también hay lociones con olor a colonia.
No sé si estos productos de farmacia serán del todo eficientes. Veo mucho
melenudo en esta clase. Si nos visitan los de sanidad van a hacer una
escabechina…
Instintivamente todos los chicos nos
tocábamos las cabezas. Con los dedos medíamos la largura de nuestro pelo. Mi
amigo Jesús sacó una regla de plástico de su pupitre y me mostró lo que él,
erróneamente, creía que era un milímetro. Don Arturo, al ver el interés que
teníamos por el tema, nos explicó el tema de las medidas:
-Un milímetro es la raya más pequeñita que
existe. Lo que está señalando Gastaminza es un centímetro, que son diez veces
más de longitud. Si os pasan la maquinilla del cero os dejan un milímetro de
pelo, algo casi imperceptible. No os podréis agarrar el cabello ni juntando las
uñas. El cuero cabelludo se os transparentará por completo. En vuestras manos
está libraros de un rapado traumático.
Casualmente aquella misma tarde iba a visitar
la barbería. A los doce años me preocupaba en exceso la opinión de mis
compañeros de clase; mi personalidad todavía no estaba formada. No me apetecía
aguantar el sarcasmo de los otros si me metían un pelado demasiado riguroso.
Sin embargo, nuestro tutor me había proporcionado la coartada perfecta para
justificar, delante de los demás, una buena esquilada militar. Aduciría temor a
los piojos, a un probable contagio que inexorablemente sólo se solucionaría con
un humillante rapado al cero.
Cuando sonó el timbre abandoné a toda prisa
el aula, no sin antes haber introducido en la cartera todos los libros y
material escolar que iba a necesitar para hacer los deberes de aquel fin de
semana. En el zaguán de salida algunos alumnos de mi clase formaron corrillos
en los que se comentaba el tema. Jesús y yo avivamos el fuego, sembramos el
pánico entre los demás. Si pillabas piojos sólo se podrían eliminar con un
rapado al cero, habría que sacrificar todo el cabello.
A mis compañeros les puse sobre aviso de
que el lunes acudiría a clase con el pelo “muy pero que muy corto”. Siempre
sería mejor un pelado militar a que te dejaran la cabeza sin un solo pelo. No
estaba dispuesto a correr riesgos ni a perder un solo día de clase por este
tema. A los infectados se les expulsaba del colegio y sólo serían readmitidos
cuando su cabeza se asemejase a una bola de billar. Sentirían el oprobio, el
rechazo por parte de sus compañeros; nadie querría compartir pupitre con ellos.
Algunos chicos opinaban que se había
desatado el pánico de forma injustificada; preferían esperar a ver cómo se
desarrollaban los acontecimientos. Yo, uno de los abanderados de la liga contra
la pediculosis, alegaba por el contrario que este tipo de infecciones no
desaparecen solas, que se extienden si no se toman las oportunas medidas
higiénicas:
-He leído en esta tarde en el Diario Regional
que los piojos se adhieren al pelo largo, con el fin de depositar sus huevos en
un lugar cálido y poder procrear. Se reproducen a una velocidad increíble. Son
parásitos cuya picadura provoca enfermedades como el tifus…
No me conocía a mí mismo. Desterré mi
habitual timidez para defender enérgicamente algo de lo que estaba convencido.
Las caras de la mayoría de mis compañeros no dejaban lugar a dudas; se había
desatado la histeria colectiva. Varios de ellos, inducidos por Jesús y por mí,
decidieron acudir a la peluquería ante aquel panorama tan sombrío que se
presentaba. Nadie quería acabar con la cabeza como el teniente Kojak, ni ser un
proscrito a causa de la pediculosis.
Capítulo 11:
Olegario Marín (viernes, 25 de octubre, 1974)
Cuando mi padre me ordenó cortarme el pelo,
sentí un extraño placer, un morboso deseo de someterme a su voluntad. Además en
esta ocasión él mismo me iba a acompañar; iríamos juntos los dos hombres de la
casa. Si me lo sabía montar bien, me compraría algún fascículo del Capitán
Trueno o de Jabato. A papá le gustaba que fuera obediente y cariñoso con él;
cualquier amago de rebeldía le disgustaba profundamente. Era cuestión de
complacerle y mostrarse sumiso. Al final, si sabía jugar mis cartas, conseguiría
algún beneficio gracias a aquel corte de pelo.
La mayoría de los chicos de mi clase se
marcharon a su casa. Yo me quedé junto a la puerta del colegio charlando con
Jesús. Al hablar de la pediculosis sentíamos una mezcla de temor y morbo.
Jugamos a los barberos, imaginándonos que teníamos en nuestras manos
maquinillas de cortar el pelo. Gastaminza reprodujo con la lengua el traqueteo
que produce el movimiento mecánico de las maquinillas de mano. Apretaba el puño
y lo aflojaba como si realmente estuviera utilizando el instrumento,
subiéndomelo de abajo hacia arriba de mi cabeza. Yo aposté por la esquiladora
eléctrica; imité el zumbido que ésta produce cuando está encendida. Le pasé el
puño cerrado por detrás y por delante.
El sentido del humor era la la mejor arma de que disponíamos para ahuyentar
nuestros temores.
Era evidente que en aquellas circunstancias
no podríamos llevar el pelo “a la moda”, razonablemente largo. Intuíamos que
nuestras modestas melenitas acabaría en el suelo de la barbería. Sin embargo,
en vez de angustiarnos, nos lo tomábamos a guasa. Además sentíamos una
atracción especial por todo lo relacionado con los rapados. Tal vez el lunes
los dos luciésemos sendos cortes de pelo, estilo militar; ¿a cuál de los dos
nos pelarían más?; ¿qué barbero sería más riguroso, Clemente o Modesto?.
Mientras estaba hablando de este tema con
Jesús apareció mi padre por detrás. Yo no me había percatado de su presencia. A
traición me agarró del cuello y dijo:
-A este mozo le voy a llevar al barbero, sin
más demora. ¿Qué tal están tus padres, Gastaminza?, hace mucho tiempo que no
los veo…
Mi mejor amigo del colegio sintió pudor y
dejó de hablar de tema de los pelados delante de mi padre. Al igual que yo, era
un muchacho tímido; cuando se encontraba frente a un adulto frenaba en seco su
espontaneidad. Jesús y yo nos despedimos hasta el lunes.
Mi padre me puso la mano sobre el hombro y
caminamos juntos por las calles del ensanche, en dirección al casco viejo.
Pasamos junto a los ultramarinos Marín. Con el propietario de este negocio mi
padre mantenía una vieja amistad. Los dos habían coincidido en el servicio
militar y cuando se encontraban recordaban los viejos tiempos. Me dijo que
debía merendar algo; hasta la hora de la cena no era conveniente estar con el
estómago vacío. Me invitó a una torta de Olite, un producto estrella de las
tiendas de ultramarinos, elaborado en este pueblo navarro. Mientras yo le
hincaba el diente a aquel suculento manjar, los dos caballeros se pusieron a
contar batallitas de la mili.
Mi padre le comentó que me llevaba a la
barbería de Clemente. Se trataba de evitar, a toda costa, que me infectara de
piojos. Olegario Marín, así se llamaba el propietario del establecimiento,
también había leído la prensa; estaba al tanto de aquella nueva plaga escolar
de parásitos capilares. Se permitió incluso
bromar sobre el tema:
-Dile a Clemente que te deje al chico como a
los reclutas de nuestra quinta. ¿Te acuerdas de cómo nos brillaban las
cabezas?. Vergüenza nos daba salir a la calle. Fíjate Francisco, recuerdo, como
si fuera hoy mismo, el cachondeo que se provocó cuando entramos en la estación
de tren, para resguardarnos del frío. Como era un sitio cubierto nos tuvimos
que quitar las gorras y dejar nuestras cabezas pelonas al descubierto. Por allí
acertaron a pasar unos estudiantes, de los de colegio de pago. Al vernos
empezaron a mofarse de nosotros; nos llamaron pelones y calvos. También me
acuerdo que apareció un fraile, que debía ser su profesor, y se lio a sopapos con
aquellos mequetrefes. A grito pelado, les amenazó con castigarlos el fin de
semana por faltar al respeto a los soldados de España. ¡Qué frío hacía en
aquellos años!. Yo lo sentía en el cráneo, me faltaba la protección del pelo.
Tenía un tupé ondulado que el barbero de la compañía me lo rapó con la
maquinilla del doble cero…
El ambiente se estaba caldeando. Cada vez yo
me encontraba más ansioso. Constantemente recibía estímulos del exterior que
lejos de apaciguar mi ánimo excitaban mi imaginación. El sábado pasado, en la
película que televisaron por la tarde, había contemplado una escena que no me
dejó indiferente. Era un film de temática bélica, sobre la Segunda Guerra
Mundial. Varios reclutas acudían a un centro de adiestramiento. Uno de los
protagonistas había escrito unas cartas y se dirigía al buzón para echarlas. En
el camino se tropezó con un oficial que le preguntó a dónde iba. Su superior le
ordenó que dejara la correspondencia para más tarde, ya que antes debía visitar
con urgencia la barbería. A paso ligero cumplió la orden recibida.
En la siguiente secuencia el joven aparecía
sentado en el sillón y uno de los barberos le metía de manera inmisericorde la
maquinilla eléctrica, subiéndosela hasta la altura de la coronilla y las
sienes. En el salón de aquella barbería militar había más jóvenes a los que
estaban esquilando. Me quedé atónito al contemplar que la maquinilla, según se
la pasaban por el cuero cabelludo, le dejaba la piel a la intemperie. Recuerdo
la cara de asombro de aquel chico y los gemidos de protesta que emitía (eh, eh,
eh). Sus intentos por detener, o al menos frenar, aquel humillante rapado
fueron en vano. Mi padre se encontraba junto a mí y exclamó:
-¡Eso si que es un corte de pelo! Toma nota
de lo que te espera en la mili…
Aquello fue un presagio, un aviso profético
de lo que estaba apunto de acontecer. No tuve que esperar a incorporarme a
filas para ser despojado de mi cabellera. De repente, las cosas se habían
torcido, o tal vez enderezado, según se mire.
Abandonamos la tienda de ultramarinos.
Olegario, al despedirse, me obsequió con
una barra de regaliz. Yo le di educadamente las gracias. La barbería de
Clemente cada vez se encontraba más cerca. El corazón me latía con fuerza.
Sentía la poderosa mano de mi padre sujetándome con fuerza el cuello, guiándome
a mi destino.
Capítulo 12:
Arrastras y a la fuerza (viernes,
25 de octubre, 1974)
Al fin llegamos a la calle de los
Capuchinos, una de las arterias más importantes del ensanche. En un lateral de
esta vía, oculto y mal iluminado, se abría el callejón de los Novicios. Se me
antojó más lóbrego y siniestro que nunca; aquel oscuro pasadizo ya no me
provocaba risa ni me divertía. Sin ser plenamente consciente de ello, estaba
padeciendo un cuadro de ansiedad: el corazón me latía con fuerza, las manos
comenzaron a sudarme y notaba la boca seca sin tener sed.
Se despertó dentro de mí una sensación de
pánico, un tanto irracional e infundado. Temía que Clemente me reconociera.
Seguramente, todavía no se habría olvidado de lo que sucedió aquella tarde de
verano. Tal vez al verme me identificase con uno de los gamberros que se
mofaron de su trabajo. Consideró aquel incidente como una falta grave de
respeto hacia su persona, hasta el punto que no dudó en abandonar sus
quehaceres para perseguirnos a Jesús y a mí. Le hubiera gustado darnos un buen
escarmiento.
A los pocos días, Gastaminza y yo tuvimos la
osadía de entrar con el Borreguito Marcos en el interior de su barbería; nos
metimos en la boca del lobo, sin pensar en las consecuencias. Mientras
permanecíamos sentados, ocupando las sillas reservadas para la clientela, el
peluquero nos observaba con cierto recelo y desconfianza. Tal vez, atando
cabos, ya habría adivinado que éramos nosotros los pillastres que se rieron de
él.
De sólo pensar en que podría quejarse a mi
padre, por mi mal comportamiento, se me puso la piel de gallina. Me vería
obligado a pedirle perdón y humillarme ante él. Aquel barbero tenía la sartén
por el mango; una vez sentado en el sillón de tortura estaría totalmente a su
merced. Para él había llegado el momento de la dulce venganza; ¡quien ríe el
último, ríe mejor!. El corte de pelo que me iba a hacer tendría unas
connotaciones especiales, no lo consideraría un servicio más. Aprovecharía la
situación para castigarme con severidad; jamás volvería a cachondearme de su
trabajo ni de su respetable clientela.
A punto estuve de suplicarle a mi padre que
me llevara a otra barbería, a la de Modesto por ejemplo. Sin embargo, estaba
tan asustado y aturdido que no podía articular palabra. Me movía como un autómata,
como un reo conducido al patíbulo para ser ejecutado.
De repente oímos un gran estrépito; mi padre
y yo volvimos la cabeza para ver lo que ocurría; íbamos a ser testigos de una
escena de violencia familiar. Tenía los nervios a flor de piel y aquello no
ayudó precisamente a calmarlos. Vi a un señor maduro, calvo y con el bigote
recortado, empujando de malas maneras a un chico algo mayor que yo. El muchacho
se resistía e intentaba huir sin éxito. El padre era más corpulento y estaba
dispuesto a emplear la fuerza bruta con tal de someter a su hijo. Un escalofrío
recorrió mi cuerpo. Mi padre y yo permanecimos en completo silencio, inmóviles
y expectantes. Este caballero, encolerizado, con la mirada iracunda, arrastraba
a la fuerza a aquel jovencito al interior del callejón. Le amenazaba con
pegarle una paliza:
-Yo a ti te domo. Me vas a obedecer por las
buenas o por las malas. No te vas a salir con la tuya, aunque sea lo último que
haga. ¡Te cortas el pelo porque lo digo yo y basta! Te voy a partir la cara si
me desobedeces…
Algunos transeúntes, ante tamaña algarabía,
se detuvieron para enterarse de lo que estaba ocurriendo. El chaval había roto
a llorar, apretaba los dientes y cerraba los puños; no podía controlar su
rabia, ni disimular la vergüenza. Increpó a los fisgones que se estaban
arremolinando en las cercanías del callejón:
-¿No tienen otra cosa mejor que hacer que
mirarme a mí? ¡Metan las narices en sus asuntos y déjenme en paz!
Ante aquella salida de tono, su padre se
alteró aún más. Le mandó callar y le dijo que sentía avergonzado de tener un
hijo como él:
-A mí tú no me dejas en ridículo delante de
la gente de fuera. Cierra esa boca o te parto la cara aquí mismo. Eres un
sinvergüenza. Te voy a llevar a un correccional para que te metan en cintura…
La puerta de la barbería se abrió desde
dentro. Clemente había escuchado los gritos y salió al rellano; quería conocer
el origen de aquel escándalo. Al comprobar lo que ocurría decidió opinar e
intervenir:
-Don Pascual, ¿tiene problemas con el
chico?. Yo le ayudo a apaciguarlo, no faltaría más. Entre los dos lo sujetamos
con fuerza y lo metemos dentro, a empujones y arrastras. Si es necesario echo
el cerrojo para que no se escape. Si se pone farruco, lo atamos al sillón con
una soga bien gruesa que guardo en la trastienda.
El muchacho, que hasta aquel momento se
había resistido con todas sus fuerzas, se derrumbó y claudicó. Tenía el rostro
desencajado, los ojos enrojecidos por el llanto y las manos temblorosas. Ya
sólo podía resignarse; la suerte estaba echada para él.
Cabizbajo, arrastrando los pies con desgana,
custodiado en todo momento por su padre y el peluquero, se introdujo en el
local. La puerta estaba abierta y los focos del interior producían un efecto de
contraluz; las siluetas de los dos hombres y el muchacho se recortaban en aquel
angosto espacio. Esta imagen, de gran fuerza dramática, me hizo pensar en las
detenciones efectuadas por la guardia civil; los presos, siempre esposados,
eran flanqueados y conducidos por dos agentes de la benemérita.
Mi padre colocó su mano encima de mi hombro y
suavemente me condujo a mi destino final. Abrió la manilla de la puerta y
pasamos dentro. Mi pelo, al igual que el de aquel muchacho tan rebelde, estaba
sentenciado.
Capítulo 13: La
gran trifulca (viernes,
25 de octubre, 1974)
Conocía cada detalle del interior de aquella
vieja barbería. Jesús y yo habíamos realizado una meticulosa descripción del
local, a modo de inventario, en nuestra libreta de notas “Top Secret”. En el ambiente
flotaba una fragancia especial; se entremezclaban los aromas de las lociones
capilares quinadas con los efluvios de los masajes de afeitar mentolados. El
sillón del barbero se encontraba vacío, a la espera de ser ocupado por el
próximo cliente.
Mi
padre y yo nos acomodamos en las sillas de madera. Debía aguardar pacientemente
mi turno. No obstante, aquella espera no me iba a resultar ni aburrida ni
tediosa; el espectáculo estaba garantizado. Observé que mi padre, en un claro
gesto de elegancia masculina, se recogía los pantalones por encima de la
pantorrilla; exhibía generosamente los calcetines altos Ejecutivo de color gris oscuro. Yo también me puse una pierna
encima de la otra, para enseñar por completo mis Ejecutivo grises. Papá se sentía orgulloso de que su hijo le
imitase en estos pequeños detalles. Me guiñó un ojo, en señal de complicidad,
mientras me masajeaba la pantorrilla. Se había percatado de mi predilección por
este tipo de calcetines sedosos y finos. En aquel momento entre nosotros
reinaba la concordia; me sentía arropado y querido por él. La mejor manera de
ganarme su confianza era obedecerle en todo, sin cuestionar su autoridad.
Por el contrario, aquel adolescente rebelde
mostraba pública animadversión hacia su padre. Nada más ingresar en el
establecimiento, recuperó su espíritu de lucha y volvió a presentar
resistencia. Seguramente, aquel ambiente tan rancio y trasnochado le provocaría
nauseas; en este local el tiempo se había detenido, nada había evolucionado. Me
enteré de que aquel chico se llamaba Hilario, un nombre poco apropiado para un
joven de su tiempo. Ante las reiteradas tentativas por parte del muchacho de
darse a la fuga, Clemente decidió cerrar la puerta con llave. Los clientes que
quisieran ser atendidos tendrían que llamar con los nudillos. La luz, que se
filtraba por el cristal esmerilado, les pondría sobre aviso de que la barbería
permanecía abierta al público.
La trifulca continuaba y alcanzó su punto
álgido. Clemente y don Pascual tiraban del muchacho, cada uno de un brazo. El
joven Hilario echaba el cuerpo hacia atrás y arqueaba la espalda. Su padre
perdió la paciencia; estaba decidido a golpear al muchacho, a castigarlo con la
máxima dureza. Un señor mayor se encontraba plácidamente sentado en un rincón;
permanecía impasible, contemplaba impertérrito el desarrollo de los
acontecimientos. Sin embargo, al ver a don Pascual levantar la mano contra su
hijo, decidió abandonar su neutralidad e intervenir:
-¡Por Dios!, no golpee al chico en la
cabeza; un mal golpe le puede provocar una contusión cerebral. Es mejor que le
dé unos buenos azotes en el culo; en esta parte del cuerpo no hay peligro.
Don Pascual recapacitó y siguió de las
indicaciones de aquel desconocido. Propinó una severa y humillante azotaina al
chico. Levantaba el brazo de manera violenta; acto seguido estrellaba su mano
contra las posaderas del muchacho. Ninguno de los allí presentes realizamos el
más mínimo comentario al respecto; todos permanecimos en silencio. Tan sólo se
oían los golpes secos de la nalgada y los gemidos y sollozos de Hilario.
La derrota de aquel joven fue total y
completa. Para someterlo, su padre no dudo en emplear todos los medios a su
alcance. No estaba dispuesto a ceder ni un ápice; a partir de aquel momento siempre
se haría su voluntad. El conato de rebeldía había sido sofocado con éxito.
A empujones, sentaron al chico en el sillón
giratorio. Don Pascual, como si fuera un carcelero vigilando a un preso, no se
despegaba de su hijo; permanecía junto a él, para evitar que volviera a
sublevarse. El barbero se metió en la trastienda y sacó una cuerda gruesa. Se
la mostró al muchacho y le dijo:
-Por tu bien te aconsejo que no te muevas.
Si te hago un trasquilón, tendré que raparte del todo para deshacer el desaguisado;
tal vez no me quede más remedio que afeitarte la cabeza. Tengo el permiso de tu
padre para atarte con esta soga. No tienes nada que hacer; no pienses que te
vas a salir con la tuya. Nosotros te superamos en número y somos más fuertes
que tú. Relájate y aprende a obedecer.
El chico agachó la cabeza en señal de
sumisión. Tal vez quería desconectar de la realidad, evadirse mentalmente de lo
que se le venía encima. Clemente sacó del armario una capa de algodón, doblada
con esmero y de un blanco radiante; al desplegarla en el aire adquirió una
forma fantasmagórica. Se la anudó al cuello con fuerza y le colocó un paño,
también blanco, en la zona trasera. Después comenzó a peinarle. Don Pascual le
sujetaba la barbilla al muchacho para facilitar la labor del barbero. Hilario
no quería ver su rostro reflejado en el espejo; tenía la mirada perdida y fija
en un punto. El peluquero le pasaba el peine una y otra vez, para alisarle el
cabello. Aquel tenso silencio era el preludio de una tragedia. El barbero, con
voz potente, preguntó al padre del chico:
-¿Cómo le cortamos el pelo a este mozo tan
moderno?; ¿le hacemos un arreglito, don Pascual?
El padre de Hilario no cabía de gozo; se
regodeaba al saber que tenía la situación bajo control. Aquel corte de pelo iba
a tener unas claras connotaciones punitivas. Debía mostrarse inflexible; si
cedía lo más mínimo, su hijo podría interpretarlo como una señal de debilidad.
Extendió la mano y sujetó con fuerza el flequillo del chaval. Mientras daba las
instrucciones a Clemente, le brillaban los ojos y sonreía con sarcasmo:
-Le va a cortar el pelo… ¡al cero!, sin más
contemplaciones. Métale la maquinilla
por toda la cabeza, pero bien pasada, hasta que le quede el pelo completamente
al ras. Como nos decían en la mili: ¡qué le resbalen las moscas! No quieres
taza, pues taza y media. A mí este mequetrefe jamás me va a volver a faltar al
respeto.
Clemente el Esquilador se encontraba en su
salsa. Echó mano de una maquinilla manual, de las de púas más estrechas; la
aceitó cuidadosamente y la movió en el aire. Se la mostró a don Pascual y éste
le dio el visto bueno. El peluquero le levantó la cabeza al pobre muchacho,
pero éste se negaba a mantenerla erguida; permanecía en un estado casi
catatónico. De nuevo don Pascual se la sujeto de manera enérgica, como quien
exhibiese un trofeo cinegético. El chico
cerró los ojos para no ser testigo de aquella infamia.
Capítulo 13: La
sentencia fue ejecutada (viernes, 25 de octubre, 1974)
El barbero le introdujo a Hilario por la
frente la maquinilla manual; comenzó a moverla a gran velocidad, de manera
rítmica y acompasada. Todos permanecíamos callados; desde nuestros asientos
pudimos escuchar el traqueteo mecánico que producía aquella herramienta.
Grandes mechones de color castaño oscuro se fueron acumulando en la capa. En el
espejo se reflejaba el pálido rostro del chico, transido de dolor. En la parte
superior de su cabeza se podía ver una franja de piel, como si fuera un surco o
una carretera; en las zonas por donde le habían pasado la maquinilla, se le
clareaba por completo el cuero cabelludo. Desde la distancia no se apreciaba la
milimétrica longitud de sus rapados cabellos; me dio la sensación de que le
estaban dejando completamente calvo.
A los pocos minutos aquel chaval tenía la
zona alta del cráneo totalmente despejada. El señor mayor, para rebajar la
tensión que se respiraba en el ambiente, hizo un comentario jocoso:
-Ahora si que podemos decir eso de que de
tal palo tal astilla. El padre y el hijo tienen el mismo tipo de cabeza, bien
lisa y resplandeciente.
Don Pascual, de manera instintiva, se
acarició la calva y añadió:
-¡Ojalá se pareciera a mí en algo este
pillastre! A su edad yo ya trabajaba en el campo y obedecía a mis mayores en
todo, sin rechistar. El barbero del pueblo me rapaba al cero cada quince días;
en cuanto mi padre me ordenaba que me cortara el pelo, perdía el culo por darle
gusto. Les va a parecer increíble, pero yo no supe lo que era un peine hasta
que me licencié en el servicio militar. Delante de mi padre jamás fumé ni solté
ningún taco; me hubiera molido a palos.
Clemente también participó en la
conversación:
-Yo lo que creo es que la juventud de hoy en
día está perdida. La culpa de todo la tiene el cine, la televisión y cierto
tipo de prensa. A esos hippies de mierda nos los presentan como los garantes de
la libertad y de la paz. No son más que una panda de drogadictos, unos viciosos
que no respetan ni el orden establecido ni a las autoridades.
Don Pascual echó más leña al fuego. Defendió
con ardor los valores tradicionales:
- El otro día vi un reportaje en “Informe
Semanal” sobre la guerra del Vietnam. Allí estaban todos esos degenerados
manifestándose en contra de los militares. Llevaban unas melenas indecentes;
algunos usaban hasta coletas. Vestían pantalones de campana y ropas de colores
psicodélicos.
Al señor mayor tampoco le agradaban los
contestatarios:
-Si los miras por detrás, te cuesta
distinguir a los hombres de las mujeres; me parecen unos afeminados y unos
mariquitas. Me pongo enfermo cada vez que los veo…
Mientras se despotricaba contra los desmanes
de la juventud, el barbero descolgó de la pared la maquinilla eléctrica de
carcasa gris, que no tenía acoplado ningún tipo de peine. Comenzó a pelarle al
chico la zona trasera y los laterales. Las vibraciones producidas por el motor
me recordaron al zumbido de las abejas. Se la pasaba una y otra vez, sin
descanso, de una manera un tanto obsesiva.
Clemente jugaba con la palanca lateral de la
maquinilla para controlar el apurado de la cuchilla. De esta manera consiguió
un corte de pelo perfectamente difuminado. La cabeza del joven acabó
asemejándose a una bola de billar, resplandeciente y esférica. Para terminar le
perfiló las patillas y el cuello con la navaja de afeitar. Finalmente, con la
ayuda de un pulverizador metálico, le aplicó una buena dosis de loción capilar Flöid. Para que el líquido le penetrase
en la piel, le masajeó el cráneo con las yemas de los dedos.
Don Pascual se mostraba alegre y eufórico. Al
final había conseguido doblegar la rebeldía de su hijo. Le acarició la cabeza a
contrapelo, como si se tratase de un potro recién domado. Entre su padre y el
barbero obligaron al muchacho a levantarse del asiento; el chico apenas podía
sostenerse por sí solo. Abandonó la barbería arrastrando los pies, como si
fuera un alma errante. Su padre no paraba de sobarle el cráneo; le debía
resultar muy agradable tocar aquellos cabellos milimétricos, duros como
alfileres.
Clemente le explicó a mi padre que era el
turno de Alfredo, el señor mayor. En realidad, había entrado antes que don
Pascual y su hijo. Sin embargo, prefirió ceder su puesto al muchacho. Había que
pelar al chico urgentemente o peligraría la integridad física de los allí
presentes. Con este viejo cliente el barbero se esmeró; le metió un riguroso
corte de pelo a cepillo, la especialidad de la casa.
A los pocos minutos se abrió de nuevo la
puerta y apareció un limpiabotas ambulante, al que todos conocían como Pedrito.
Se trataba de un señor de edad mediana, con el pelo engominado y la tez morena.
Vestía completamente de negro aún sin estar de luto. Enseguida nos percatamos
de que procedía de Andalucía, por su marcado acento del sur. Con mucha gracia y
desparpajo preguntó:
-¿Nadie tiene necesidad de usar los servicios
del mejor limpiabotas de todos los tiempos y lugares?.
Está aquí, de cuerpo
presente, ante ustedes. Yo les dejo el calzado brillante y resplandeciente,
como un espejo. Hoy hay luna llena y la van a ver reflejada en sus zapatos.
Alfredo tuvo una nueva ocurrencia;
-Ya decía yo que el personal andaba hoy muy
revuelto. Cuando hay plenilunio las gentes se vuelven más violentas que de
costumbre. Así se explica el numerito que nos ha montado don Pascual y su hijo.
Yo no he querido asustar, pero el chaval no paraba de mirar las navajas
barberas. Me estaba temiendo lo peor. Imagínate Clemente que llega a agarrar
una por sorpresa y te pilla desprevenido; podría convertir esto en una
carnicería. Saldríamos hasta en la prensa…
El barbero le rio la gracia a Alfredo:
-Eres más exagerado que los andaluces, sin
ánimo de ofender a nuestro amigo Pedrito. Si llega a hacer algo así, su padre
le pega un bofetón que le salta todos los dientes. Hubiese acabado pelado y
mellado.
Mi padre requirió los servicios del limpia.
Me sorprendió gratamente cuando dijo:
-Empiece por el chico, es él quien se va a
cortar el pelo. Dele una lección magistral de cómo se pule el calzado. Fran,
fíjate bien con que gracia y maestría
maneja el cepillo y la bayeta un profesional. Ahora sí que te tienes que
recoger bien los pantalones; súbetelos hasta la rodilla, para que no te
salpique el betún. Como llevas calcetines altos de Ejecutivo, no se te van a ver las piernas.
Obedecí gustosamente a mi padre. El
limpiabotas se sentó frente a mí, en una banqueta que llevaba siempre consigo.
Me fascinó su cajón de madera, con dos tapas y herrajes brillantes. Coloqué el
pie encima del reposapiés metálico. Para evitar que me manchara los calcetines,
me introdujo en el zapato unas piezas de cuero. Primeramente eliminó con el
cepillo los restos de polvo. Después me aplicó un líquido negro y esperó unos
minutos, hasta que la piel lo absorbió por completo. Fue entonces cuando
utilizó un betún especial para profesionales, que venía en una caja metálica
redonda. Con un cepillo de gran tamaño y una bayeta me lustró los zapatos;
jamás me habían brillado tanto. Repitió la operación con mi padre.
Capítulo 14: El
comunicado (viernes, 25 de
octubre, 1974)
El barbero continuaba atendiendo a Alfredo.
Realizaba su trabajo de una manera minuciosa, buscando la perfección. Un corte
a cepillo parisién había que hacerlo despacio; era una labor artesanal, casi
una pequeña obra de arte. Sólo un auténtico profesional conseguía darle al
cabello la característica forma cuadrada.
Clemente tenía mucha confianza con el
limpiabotas. Le gustaba hablar con él y siempre utilizaba un tono jocoso:
-Bueno, bueno, Pedrito, a ver cuándo me das
un duro a ganar. Desde principios del verano no te has dignado a sentarte en este sillón; ya tengo ganas de
echarte mano. ¿Has pensado en el dinero que ahorras en brillantina cuando te
pelo bien repelado?.
El limpiabotas, mientras continuaba puliendo
los zapatos de mi padre, respondió:
-El mes que viene me lo corto; te doy mi
palabra. Cuando caigo en tus garras me metes la maquinilla hasta dejarme más
pelado que al chiquillo del esquilador. La última te pedí un corte de verano y
me dejaste la cabeza como un huevo. Tú en un concurso de esquiladores te
llevarías el primer premio.
El barbero también estaba al tanto de la
actualidad:
-No sé si habrán leído el Diario Regional; al
parecer la Brigada Militar de Sanidad está rapando al cero a cientos de
escolares. A mí no me ha sorprendido en absoluto; se veía venir. Esa moda del
pelo largo no podía traer nada bueno. Al chico que acabo de pelar al cero ya le
habían dado un toque en el colegio. Su padre, don Pascual, había recibido una
circular en la que se le pedía que extremase las medidas higiénicas. Esta
tarde, a la hora de abrir, me estaba esperando en la puerta. Me ha dicho que
estaba preocupadísimo. Tengo aquí la notificación que les han enviado por
correo. No tiene desperdicio. Este muchacho debería leerla, para enterarse de
lo que está ocurriendo.
Clemente se acercó a mí y me pidió que la
leyera en voz alta. Mi padre, al que Pedrito continuaba abrillantando los
zapatos, comentó que yo entonaba muy bien la lectura. Tuve que obedecer, aunque
tenía la voz entrecortada:
Muy señor nuestro:
Por la presente le comunicamos que en
nuestro centro educativo, en las clases de los cursos superiores, hemos
detectado varios casos de alumnos infectados por parásitos de tres modalidades
diferentes:
-Pediculosis capitis: vulgarmente conocidos como piojos de la
cabeza.
-Pediculosis corporis: se trata de los piojos del cuerpo y la
ropa.
-Pediculosis pubis: piojos que anidan principalmente en la
zona del pubis.
Las enfermedades que transmiten dichos
parásitos pueden poner en grave riesgo la salud de la población escolar. Para
evitar que la infección se propague, nos hemos visto obligados a expulsar temporalmente a los alumnos que padecen este
problema sanitario. Las deficiencias en el aseo personal del alumnado nos ha
abocado a esta situación crítica.
SOLUCIONES DRÁSTICAS:
Se exige a todos los alumnos que usen un
corte de pelo de estilo militar: las orejas deberán estar totalmente visibles;
el cabello de la zona de la nuca y de los laterales bien rebajado. En la parte
superior de la cabeza y la zona del flequillo, el pelo no deberá tener una
largura superior a un centímetro. Los alumnos que no cumplan con esta nueva
normativa serán expulsados, perdiendo el derecho a examinarse.
También se exigirá a los chicos de los cursos
superiores que eliminen por completo el vello corporal. Deberán rasurarse el
vello del pecho, axilas, pubis, testículos, región anal, glúteos, piernas y
espalda.
Entre los días 28 (lunes) y el 31 (jueves)
del presente mes de octubre, todos los alumnos deberán pasar un control
sanitario de carácter obligatorio. Nuestro enfermero, don Jacinto Peña, será el
encargado de revisar a los chicos para comprobar que se han cumplido las
ordenanzas higiénicas; de no ser así se tomarán las medidas disciplinarias
oportunas.
Sin otro particular les saluda atentamente:
Juan Ángel Porta Martínez
(director)
Al terminar de leer la
circular todos los allí presentes comenzaron a opinar. Alfredo contó algunas
anécdotas de su servicio militar:
-Recuerdo que cuando yo estaba de soldado,
en el Acuartelamiento de las Américas, también hubo una infección de piojos
corporales. Por culpa de cuatro cerdos, nos raparon al dos ceros a todos los
soldados de la compañía. Nos llevaron al Hospital Militar, todos en formación
por la calle, con las cabezas como bombillas. Nos quitaron toda la ropa para
desinfectarla. La metían en unos calderos enormes que habían instalado en el
patio; utilizaron agua hirviendo y un desinfectante que olía muy fuerte.
Desnudos, como nos echaron al mundo, nos condujeron a la sala de las duchas.
Allí nos tuvimos que lavar con el agua muy caliente. Nos dieron una pastilla de
jabón desinfectante. El sargento Blázquez, que era un hueso duro de roer, se
paseaba por allí. Estaba pendiente de que te enjabonaras a fondo, especialmente
en las partes en que tenías más vello.
Aquel señor mayor recordaba cada detalle:
-Según salías de la ducha, un sanitario te
aplicaba unos polvos blancos desinfectantes que se pegaban al cuerpo; parecía
que te habían enharinado, como si fueras un pescado antes de echarlo a a la
sartén. Utilizaban unos fuelles enormes y los polvos se esparcían por la sala
de las duchas; se formó una nube blanca que no te dejaba ver nada. Luego, otros
sanitarios te dejaban sin un solo pelo en el cuerpo; utilizaron aquellas
maquinillas de mano que daban mordisquitos. Parecíamos niños, completamente
lampiños. Menos mal que nos respetaron las cejas y las pestañas…
Mi padre también intervino en la
conversación:
-Estamos caminando hacia atrás, como los
cangrejos. Ahora que todos tenemos una ducha o bañera en casa y medios para
asearnos debidamente estas cosas no deberían ocurrir. Es la dejadez, la falta
de higiene la que nos ha llevado a esta situación. Yo creo que lo mejor sería
que rasuraran a todos los chicos el vello, para evitar complicaciones
posteriores.
Capítulo 15: El
espía descubierto (viernes, 25 de octubre, 1974)
Clemente dio por terminado el corte de pelo
a cepillo de su amigo Alfredo. Este señor mayor le pidió al peluquero que “le
regara la cebolla”. El barbero tomó un pulverizador metálico y le aplicó una
generosa dosis de loción capilar Flöid.
Todo el local se impregnó de aquella fragancia quinada, de aroma inconfundible.
Además le obsequió con un meticuloso cepillado de ropa. Alfredo se cuadró ante
su amigo y le dijo con sorna:
-A las órdenes de usía. Con este corte de
pelo podré pasar la revista militar sin temor a ser arrestado. Conmigo no se
van a cebar los piojos.
El limpiabotas, que ya había terminado de
atender a mi padre, y el señor mayor abandonaron el local a la vez. Yo era el
siguiente, había llegado mi turno.
Clemente decidió realizar una pausa en su
trabajo; aprovechó para barrer el suelo de la peluquería. Mientras movía la
escoba, silbaba algo parecido a una marcha militar. Con la ayuda del recogedor
de madera, eliminó todos el cabello que se había acumulado en el piso.
El corazón comenzó a latirme a gran
velocidad, un sudor frío bañaba mi frente. También experimenté un ligero
temblor corporal. Se acercaba mi hora; la suerte estaba echada. Ya no iba a ser
un simple espectador de la representación; me iba a convertir en el
protagonista de la tragedia.
De repente el barbero se giró, me miró a los
ojos y con mucha parsimonia me dijo:
-¡Muchacho, tú eres el siguiente!; aproxímate
y toma asiento. Veo que has crecido lo suficiente; no va a ser necesario que
saque la banqueta en que siento a los pequeñajos. Me parece que nosotros ya nos
conocemos; no es la primera vez que te veo por aquí.
Mi padre se sorprendió ante aquella
afirmación. Me miró y levantó las cejas. Me pidió explicaciones sobre el tema:
-¿Cuándo te has cortado el pelo aquí?.
Yo, con la voz temblorosa, respondí a su
pregunta de una manera torpe:
-Una vez, Gastaminza y yo, nos encontramos
con un amigo suyo que se iba a cortar el pelo. Nos pidió que le esperáramos
dentro. Pedimos permiso…
Clemente intervino de nuevo en la
conversación:
-Eso es verdad. El hijo de Marcos, el de la
zapatería de la calle Capuchinos, vino a cortarse el pelo. Me pidió
autorización para que sus amigos lo esperasen dentro y yo no puse ninguna objeción.
Los chavales se portaron correctamente. Sólo miraban; estaban más atentos que
en misa, viendo como yo trabajaba. Sin embargo, no siempre habéis sido unos
chicos buenos; a tu padre le tengo que dar una queja sobre ti y ese amiguito
tuyo …
Mi padre se puso nervioso, se levantó del
asiento y le pidió al barbero que se explicase. Éste estaba al tanto de
nuestras actividades de espionaje:
-El tema no tiene mayor importancia, no es
nada grave. Su hijo y el otro chaval, todas las tardes del verano pasado, han
estado apostados en una esquina cercana. Yo, al principio pensé que estaban
esperando a alguien pero…
En aquel momento deseé que me tragara la
tierra. El peluquero se iba a ir de la lengua y mi padre se iba a enfadar
conmigo:
-Lo que le quiero decir es que se han pasado
todas las vacaciones espiándome; se ve que les gusta la profesión, a lo mejor
el día de mañana se convierten en colegas míos. Yo me hacía el tonto, fingía no
enterarme de nada. Son cosa de chicos, que no tienen mayor importancia. Un día
se pasaron de la raya; empezaron a reírse a carcajada limpia. Tuve que salir
detrás de ellos para espantarlos. Yo, a su edad, también era bastante curioso.
Había un barbero, un tal Cosme, que tenía el local en zona de los antiguos cuarteles; se murió hace
muchísimos años. Me gustaba ver como afeitaba y cortaba el pelo. Un día me
pidió que le echara una mano. Tendría yo unos diez años. Le pasaba la escoba y
le ordenaba la herramienta…
Mi padre no daba crédito a lo que estaba
escuchando; no sabía nada de todo aquello:
-Ya puede usted perdonar. Si llego a saber
que mi hijo se comporta de esta manera, no le hubiera dejado salir de casa en
todo el verano. Le he dicho, por activa y por pasiva, que jamás falte al
respeto a las personas mayores. Ahora mismo, delante de mí, se va a disculpar
con usted. Yo no tolero las gamberradas.
Le pedí perdón a Clemente. Le aseguré que
nos estábamos riendo de un chiste que me había contado Gastaminza. Intenté
convencerle de que nuestras carcajadas no tenían nada que ver con su trabajo.
Sin embargo aquel hombre era un zorro viejo, difícil de engañar:
-Pues cuéntanos ese chiste tan divertido,
para que tu padre y yo nos riamos a gusto. Si no eráis culpables, no entiendo
porque corríais tanto; el que no tiene nada que esconder no tiene porque darse
a la fuga.
Los reproches del peluquero inclemente aún
no habían terminado:
- Por cierto, el sábado pasado habéis vuelto
a la las andadas. Estuvieron por aquí dos hermanos gemelos, los hijos del dueño
de la mercería del Castillo. Un cliente me comentó que teníais la oreja pegada
a la puerta. Cuando los chavales se marcharon, vi perfectamente como los
seguíais. Estos mozos, a los que les pelo a cepillo cada quince días, son unos
muchachos muy dóciles pero muy tímidos. Seguro que no les hizo ninguna gracia
que los persiguierais.
Mi padre me taladraba con su mirada, de la
misma forma que lo hizo antes de propinarme aquella humillante azotaina. El barbero
se crecía por momentos. Demostró que estaba al tanto de todo lo sucedido. Me
agarró suavemente del brazo y me dijo:
-A mí ningún chaval de tu edad me toma el
pelo; soy yo el que te lo voy a cortar ahora mismo. Siéntate…
Obedecí sin rechistar. Noté que la rejilla
del asiento me rascaba las posaderas; todavía conservaba el calor corporal del
cliente anterior. Vi en el espejo reflejado el semblante de mi padre, serio y
preocupado. El ambiente se había crispado por culpa de las acusaciones del barbero.
Entendí que no estaba el horno para bollos. Debía someterme en todo.
Capítulo 16: Una
nueva humillación (viernes, 25 de octubre, 1974)
Mi padre comenzó a tomar confianza con Clemente. Le
explicó que era precisamente don Andrés del Castillo quien le había recomendado
su barbería. Le hizo saber que él era un hombre viudo y muy ocupado; por ese
motivo me había permitido acudir a una peluquería cercana a casa, regentada por
Horacio. En cuanto el barbero oyó este nombre, descargó toda su ira contra
aquel competidor:
-No me hable de ese buen señor, por favor.
No es un oficial de barbería, es simplemente un peluquero de señoras camuflado.
No tiene ni idea de afeitar ni de hacer una disminución del cuello en
condiciones. Sin embargo, sus tarifas son las más elevadas de toda la ciudad;
cobrar se le da muy bien. Es un desprestigio para el gremio.
Mi padre le explicó que me había permitido ir
a ese local porque se encontraba cerca de nuestra casa. No le gustaba que yo
anduviese solo por la calle a horas intempestivas. Clemente, que estaba a la
que saltaba, puntualizó:
-Este mozo y su amigo no se pierden en esta
ciudad; puede usted estar tranquilo. Estoy seguro de que podría venir a mi
establecimiento con los ojos cerrados. Me alegro mucho de que la primera vez le
haya acompañado usted. Así hemos podido intercambiar opiniones. Bueno, bueno…
¿cómo le cortamos el pelo a este pequeño espía?
Mi padre le explicó que estaba preocupado por
una noticia que había leído en el Diario Regional; la epidemia de piojos se
estaba propagando como la pólvora. Para él sería una vergüenza que expulsasen a
su hijo del colegio por padecer pediculosis. No se atrevería a llevarme a
ninguna barbería si era portador de miseria; con este término se referían
antiguamente a los parásitos capilares. El barbero comenzó a revisarme la
cabeza. Me la movía como si yo fuera un muñeco; notaba sus dedos deslizándose
por mi cuero cabelludo; me separaba las orejas para escrutarme mejor. Al final,
como si fuera una autoridad en la materia, sentenció:
-Este muchacho, al día de hoy, no tiene
piojos. Yo por desgracia los conocí cuando hice la mili. Me rasuraba la cabeza
cada dos días para evitar que me arrestaran por tener miseria. Si a su hijo le
cortamos el pelo corto, corto, corto, corto de verdad, sin andarnos con
memeces, le aseguro que no pillará piojos. Usted confíe en mí. Si me autoriza
le pelo a riguroso cepillo militar.
Mi padre le preguntó a Clemente:
-¿Cómo de corto le va a poner el pelo a mi
hijo?. Déjele al menos un dedo en la zona del flequillo para disimular. Si le
rapa toda la cabeza por igual, va a parecer que se ha escapado de un
reformatorio.
El barbero se explicaba como un libro
abierto:
-En esta zona del flequillo le voy a dejar
menos de medio centímetro de pelo; le voy a dar la forma de un cepillo muy
corto, muy corto. En la parte superior le dejaré entre dos y tres milímetros
aproximadamente. Hasta la coronilla y las sienes le voy a meter la maquinilla
del dos ceros. Le aviso que se le va a clarear toda la cabeza; sólo de esta
manera podrá usted comprobar si el chico ha sido infectado de miseria. Las
patillas se las voy a poner muy cortas y con forma cuadrada, bien perfiladas.
El cuello se lo apuraré con la maquinilla del cuatro ceros. Usted confíe en mí.
Clemente había sacado sus propias
conclusiones:
- Creo que este chaval y su amigo, sin
saberlo, estaban buscando que los pelara así. Por este motivo se pasaban las
horas muertas espiándome. Lo que pasa es que les da vergüenza que se rían de
ellos los otros chicos; les preocupa mucho el qué dirán. ¡Ojalá les afeiten la
cabeza a todos los muchachos que llevan el pelo largo!; así se terminaría con
el problema de los piojos para siempre.
Yo no podía creer lo que estaba oyendo. Me
iban a dejar más rapado que aquel recluta americano de la película bélica que
tanto me impactó. Por culpa o gracias al Diario Regional iba a hacer realidad
uno de mis deseos más ocultos. El lunes tendría que enfrentarme a las burlas, o
cuanto menos al asombro de mis compañeros. Sin embargo decidí olvidarme de las
consecuencias y disfrutar del momento. Mi padre me miraba de forma compasiva.
Su idea inicial era que me cortara el pelo muy corto pero sin raparlo de manera
extrema. Sin embargo, el ambiente que se respiraba en aquella vieja barbería le
había hecho cambiar de opinión. Con suavidad agarró mi abundante flequillo y
exclamó:
-Proceda como usted lo considere oportuno.
Le dejo a mi hijo Fran en sus manos…
El barbero sonreía con malicia y me miraba
con un aire de superioridad. Abrió uno de los armarios y sacó una capa blanca,
perfectamente plegada. Mi padre le pidió que tuviera cuidado para no llenarme
de pelillos:
-Por favor, dóblele el cuello del polo. A mi
hijo le hacía ilusión ponerse la ropa nueva para venir aquí. Intente no
manchársela.
Clemente lo tranquilizó, convenciéndole de
que no corría ningún riesgo:
-No se preocupe por nada. Le voy meter hacia
adentro el cuello del niqui para que no se le ensucie. Al final le daré un buen
cepillado para eliminar los pelillos incrustados en la ropa. Aunque se me está
ocurriendo una idea mejor. Voy a cerrar la peluquería, no voy a coger a nadie
más; vamos a estar los tres a solas. Cuando hice la mili, a todos los reclutas
nos dejaban en paños menores. El pelado al doble cero se hacía siempre en
calzoncillos. Si a usted no le parece mal…
Mi padre se sorprendió con la propuesta que
había hecho el barbero. Estuvo dubitativo. Pero no se cerró en banda:
-¿Usted cree que es necesario?. Tal vez el
muchacho se enfríe. Desde luego ha sido una idea descabellada venir a cortarse
el pelo con la ropa que tiene reservada para los domingos. Por mucho que la
sacuda siempre van a quedar pelillos…
Al barbero se le iluminó el rostro. Iba a dar
otra vuelta de tuerca en su máquina de tortura; la copa de sus maldades aún no
estaba colmada; si me obligaban a quedarme en ropa interior la humillación
sería completa:
-A mí me parece que un chaval de esta edad
no tiene que tener tantos remilgos. Yo he rapado a muchos hombres en
calzoncillos, durante el tiempo que estuve en la barbería de tropa. Era
ingresar en el cuartel y quedarte en paños menores. Por lo del frío no se
preocupe; voy a poner la estufa catalítica a la máxima temperatura. La
acercaremos al sillón. Además de los piojos de la cabeza hay otros todavía
peores: los del cuerpo. Comprobaremos si este muchacho tiene pelambrera. De ser
así convendría rasurarle. Parece que está ya muy desarrollado.
Capítulo 17: La
ejecución (viernes,
25 de octubre, 1974)
Tuve la sensación de que mi padre se había dejado dominar por aquel barbero
sádico, parecía abducido por éste; aceptaba de buen grado todo lo que le
proponía. Clemente no era un hombre culto, seguramente no habría terminado sus
estudios primarios, pero sabía engatusar a los clientes; los llevaba a su
terreno y al final se salía con la suya. Sin dar más explicaciones, aquel señor
cerró con llave la barbería. Acto seguido, se introdujo en la trastienda y sacó
varias perchas para guardar mi ropa:
-Los pantalones del chico los debemos colgar
bien, para que no se arruguen ni pierdan la raya. Con el jersey y el polo
blanco haremos lo propio.
Mi padre me indicó que me desnudara y yo
obedecí como si fuera un dócil cordero. Sentí una profunda vergüenza y a la vez
una desconocida sensación de morbo. Me iban a rapar en las mismas condiciones
que a los reclutas de la quinta de Clemente. Aquella situación resultaba
surrealista; era como si estuviese viviendo un extraño sueño, algo absurdo e
inconfesable. Recibí un nuevo toque de atención de mi padre:
-Fran, haz el favor de meterte, bien metida,
esa camiseta por entre los calzoncillos… Ese braslip lo quiero bien subido; la
cinturilla elástica te tiene que llegar hasta el ombligo. Hay que ser elegante
hasta en ropa interior. La culpa de que tengan que cortarte el pelo en paños
menores la tienes sólo tú. Debías haberme consultado antes de ponerte la ropa
del domingo; no estoy dispuesto a que te la machen.
Cumplí sus órdenes en silencio, mansamente.
También me retoqué los calcetines. Me puse los zapatos mocasines negros para no
enfriarme los pies. Al barbero le llamó la atención mi ropa interior. Me dijo
que así vestido parecía un merengue, o sea un jugador del Real Madrid. Le
preguntó a mi padre dónde podía comprar calcetines altos y finos como los que
yo llevaba. Papá le dio todo tipo de explicaciones:
-Yo también los uso. Fíjese bien en mí, me
llegan hasta la rodilla. Se llaman Ejecutivo
y los compro en la mercería de don Andrés del Castillo. Los venden en color
gris oscuro, negro, marino y marrón. No tienen talón y se adaptan de maravilla.
Por más que te recojas el pantalón jamás enseñas la pierna ni la pelambrera.
Clemente, sin avisármelo, me metió la mano
por la zona alta del calcetín y comprobó la elasticidad del tejido. Con los
niños estaba acostumbrado a hacer lo que le venía en gana. Me obsequió con un
azote en el culo, que pretendía ser cariñoso, y me ordenó que me volviera a
sentar en el sillón. Recuerdo que la rejilla me rascaba las nalgas; el algodón
del braslip no era lo suficientemente tupido como para protegerme la piel. Sin
embargo no comenté nada al respecto.
El barbero desdobló la capa blanca y me la
anudó al cuello, apretándomela con fuerza. En el espejo de cuerpo entero pude
ver mis zapatos mocasines resplandecientes. Mis sedosos calcetines en gris
oscuro me parecieron más largos que nunca. Mi pelo negro contrastaba con el
blanco radiante de la tela, que me cubría hasta la altura de la rodilla. Los
preparativos para el castigo ya estaban finalizados; había llegado el momento
de ejecutarlo.
Clemente cogió un peine negro, de púas muy
estrechas, y comenzó a pasármelo por la cabeza. Me estiraba el pelo una y otra
vez, como si quisiera dejar constancia de que mi cabello estaba demasiado
largo. Mis orejas aparecían semitapadas y el flequillo casi me cubría los ojos.
Sin venir a cuento, me agarró de las patillas y tiró de ellas a la vez,
mientras sonreía malévolamente. Instintivamente me levanté del asiento. Sin
embargo, aquel hombre no estaba dispuesto a dejarme escapar. Me colocó sus
manos sobre los hombros y me volvió a sentar mientras me decía:
-¡Ese culo bien quieto! Espero no tener que
atornillarte al sillón.
En el espejo veía reflejado mi rostro, que me pareció más
blanco que de costumbre, de una palidez marmórea. No podía mover ni un solo
músculo de la cara. Las pupilas de los ojos se dilataron tanto que mi mirada me
recordaba a la de un animal asustado. El corazón me latía con fuerza.
Vi como el barbero, con gran parsimonia,
descolgaba la maquinilla eléctrica de la pared, la de carcasa gris. Le colocó
un peine negro de plástico supletorio del número 1. Prendió el interruptor y me
acercó la herramienta a la oreja, para que escuchase el zumbido. Luego sacó de
un cajón un cepillo gastado, de púas blancas, y fingió afilar la maquinilla. Al
viejo barbero le apetecía crear un clima de angustia; con estos prolegómenos
pretendía ponerme aún más nervioso de lo que estaba. De repente, me sujetó la nuca con la mano izquierda y exclamó:
-¡Vamos allá! El pelo todo fuera…
Levantó la mano derecha y vi como me
acercaba la maquinilla lentamente. Mi padre abandonó su asiento para contemplar
mejor la escena. Fue entonces cuando el barbero, temeroso quizás de que lo
frenaran, empezó a pasarme aquel instrumento por la frente. Noté un cosquilleo
extremadamente placentero, una sensación nueva y desconocida para mí. En el
espejo observé que mis mechones de pelo tendían a acumularse en los laterales, antes
de caer sobre la capa o deslizarse hacia el suelo. Me imaginé que una máquina
quitanieves o un cortacésped transitaba por mi cráneo.
En un alarde de maestría, sin casi levantar
la maquinilla, el viejo oficial de peluquería continúo rapándome toda la zona
trasera. De esta manera en mi cabeza se podía distinguir un franja central de
cabello rapado, a 3 milímetros de longitud.
Me miraba al espejo y me encontraba
ridículo. Se hizo un silencio sepulcral; lo único que se percibía era el
monótono zumbido de la maquinilla. El barbero me peló con gran avidez la mitad
izquierda de mi cabeza. Era evidente que se divertía conmigo. Se estaba tomando
la revancha por mi curiosidad malsana. Mi padre, al verme de aquella guisa,
para rebajar la tensión, intentó hacerse el simpático:
-Fran, ahora pareces un indio de los de las
películas; sólo te faltan las plumas. Esperemos que no haya un corte de luz o
que no se le estropee la maquinilla a don Clemente. ¡Menudo problema
tendríamos…!
Pero el barbero tenía contestación para
todo:
-No pasaría nada. Mis maquinillas de mano,
que siempre las tengo bien engrasadas, cortan el pelo con la misma precisión.
Si se va la luz enciendo unas cuantas velas. Este muchacho sale rapado de aquí
aunque tiemble la tierra.
A los
pocos minutos, mi cráneo tenía una apariencia completamente esférica. El cuero
cabelludo se me transparentaba perfectamente. Hasta aquel momento, mi abundante
mata de pelo me había protegido de los rayos del sol; la piel de mi cabeza era
tan blanca como la cal, jamás se había bronceado.
Capítulo 18: El
demonio plateado (viernes, 25 de
octubre, 1974)
Había finalizado la primera fase del corte
en la que, de manera inmisericorde, se me había despojado de mi cabellera. Todo
mi pelo estaba rapado al uno; tenía una longitud de 3 milímetros. Mi cabeza
aparecía completamente despejada, los mechones de cabello habían sido
eliminados. De esta forma Clemente podía trabajar con mayor comodidad, finura y
meticulosidad. Era la hora de demostrar sus habilidades como maestro barbero.
Saco del bolsillo de su bata un cepillo con
el mango de madera; me lo pasó repetidas veces por el cráneo, hasta que eliminó
los pelillos que se habían quedado incrustados. Mientras sonreía burlonamente,
me acariciaba la cabeza a contrapelo; al sentir que su mano se deslizaba
suavemente por mi cuero cabelludo me sobrecogí. Percibí un sonido peculiar,
producido por el rozamiento de las yemas de sus dedos al tocar mis milimétricos
cabellos.
Después cambió la maquinilla eléctrica por
una manual de púas muy estrechas, la del dos ceros. La pulsó repetidas veces en
el aire, para comprobar que funcionaba a la perfección; de hecho movió la
tuerca central hasta que estuvo ajustada a su gusto.
Me colocó la mano izquierda sobre la parte
superior de mi cabeza; me la bajó para poder verme mejor el cuello. Al pasarme
la maquinilla por la nuca noté el frío metal deslizándose por mi piel,
avanzando imparable en busca de la coronilla. Sentí un cosquilleo distinto al
de la maquinilla eléctrica; me dio la sensación de que unos insectos diminutos
mordisqueaban mi rapado cabello. Clemente dibujaba franjas paralelas con aquel
instrumento que él mismo había bautizado como “el demonio plateado”.
El sonido mecánico que producía esta
herramienta al moverse no me dejó indiferente; aquel incesante traqueteo
provocó en mí un estado de gran excitación y nerviosismo. Cuando me pasó la
maquinilla del doble cero por el lateral izquierdo pude comprobar que mi piel
se transparentaba por completo; la largura del cabello era inferior al medio
milímetro. Las patillas prácticamente quedaron fulminadas.
El barbero utilizó conmigo la maquinilla
manual del cero para igualarme el corte, difuminándomelo a la perfección. Para
realizar la disminución del cuello optó por la esquiladora eléctrica, esta vez
sin añadirle ningún peine supletorio. Tal vez por ser la primera vez que me
atendía, realizó conmigo un trabajo extremadamente minucioso y artesanal.
Empapó la brocha de afeitar con agua y fabricó jabón en una taza cromada. Me
enjabonó el cuello y la zona de las patillas. De esta manera cuando me pasó la
navaja barbera consiguió que se deslizase con mayor suavidad, evitando los
tirones.
Ayudándose de las tijeras me retocaba el
corte una y otra vez. Me palpaba la cabeza, para comprobar por medio del tacto
que ningún cabello sobresalía más que otro. Para inspeccionarme de cerca,
cambió sus gafas cromadas por otras más pequeñitas, las de vista cansada; se
las colocó en la punta de la nariz. Después me roció generosamente con un
pulverizador cromado, típico de las barberías; el olor a tónico capilar Flöid impregnó todo el local.
Para terminar me masajeó el cráneo,
describiendo círculos con sus dedos. Constantemente me pasaba la mano a
contrapelo, de una manera un tanto obsesiva, recreándose morbosamente en ello.
Clemente disfrutaba con su profesión y yo permanecía inmóvil en el sillón,
mostrándome sumiso y resignado ante él.
Cuando consideró que su trabajo había
finalizado, descolgó de la pared un espejo con el marco cromado y me mostró lo
que él denominó “ la obra maestra de un oficial de barbería”. Lo movía a mi
alrededor, buscando diferentes ángulos de visión, para que comprobase lo bien
que me había quedado “aquel arreglito”.
Yo era incapaz de articular palabra;
¡aquello no podía haberme sucedido a mí! En la zona trasera de mi cráneo y en
los laterales apenas quedaba una sombra de pelo; ¡se me veían hasta las ideas!
En la parte superior los cabellos tenían una longitud milimétrica. Yo también
me sobé aquella cabeza lampiña. Sentí un enfermizo placer al acariciar mis
cabellos milimétricos, que pinchaban como alfileres.
Clemente me despojó de la capa y la sacudió
violentamente contra el suelo. En el espejo de cuerpo entero vi reflejada la
imagen de un muchacho de doce años que había sido rapado de manera cruel; tan
sólo iba vestido con una camiseta, el braslip y los calcetines que le llegaban
hasta la rodilla. Me costó reconocerme a mi mismo; aquel chaval no podía ser
yo. Sin duda había sido víctima de un severo y humillante correctivo.
Mi padre para animarme me acariciaba la
cabeza a contrapelo. Sonreía y me agarraba cariñosamente de la oreja. Me pidió
que me pusiera la ropa, no sin antes obsequiarme con un azote en el culo.
Obedecí en silencio. Me retoqué la ropa interior y los calcetines; después me
vestí con esmero. Papá pagó a Clemente, añadiendo una generosa propina a sus
honorarios. Se deshizo en elogios a la hora de despedirse del barbero:
-Es usted un profesional de gran valía. Se
ve que está enamorado de su trabajo. Yo, como soy socio del Círculo Mercantil,
acudo desde tiempo inmemorial a la barbería que tienen allí instalada. Me
atiende un tal Julián. Sin embargo, a mi hijo le ha cortado el pelo como si
usted estuviera participando en un
campeonato de peluquería. Me lo ha dejado mucho más pelado que lo que yo tenía
en mente, le voy a ser sincero, aunque estoy encantado con el resultado.
Clemente me besó cariñosamente y mientras me
guiñaba un ojo añadió:
-Jovencito, te quiero ver pronto por aquí.
Para evitar tener parásitos capilares lo mejor es llevar el pelo así de corto.
Ya verás lo a gusto que vas a estar. No perderás el tiempo en peinarte. Para
hacer deporte, para ducharte este pelado es lo más cómodo que existe. Los
melenudos de tu clase son unas nenazas y unos guarros.
Abandonamos la barbería. El callejón de los
Novicios se me antojó más sombrío que nunca. Sentí en mi cabeza el viento
gélido. Le comenté a mi padre que tenía frío. Solucionó el problema
masajeándome el cráneo; con su mano me proporcionó el calor deseado. Llegamos a
casa. Cené y vimos la televisión. No podía parar de tocarme aquellos cabellos
milimétricos. Cuando mi padre me lo ordenó me acosté. Al poco apareció en mi
habitación para darme las buenas noches. Me abrazó con fuerza y me besó
cariñosamente, mientras me sobaba la cocorota. La funda de la almohada tocaba
directamente mi cuero cabelludo. Mi cabeza parecía de terciopelo, raspaba como
si en vez de piel tuviera papel de lija. El sueño me venció.
Capítulo 19: El
desenlace (sábado, 26 de octubre, 1974)
A la mañana siguiente mi padre y yo acudimos
a la mercería del Castillo; creo recordar que tenía que llevarle a don Andrés
algún tipo de documentación bancaria. Los gemelos se encontraban detrás del
mostrador. Guardaban la compostura, permanecían de pie, dispuestos a cumplir
con presteza cualquier orden que recibiesen. Observé que desde el sábado pasado
les había crecido el cabello aproximadamente medio centímetro. Al haber
trascurrido una semana desde su última visita a la barbería, sus cortes de pelo
habían perdido el rigor. Me sentí como si fuera un recluta recién esquilado
frente a dos soldados veteranos.
El mercero aprovechó la ocasión para
ofrecernos un producto que acababa de recibir. Era un auténtico experto
alabando las bondades de sus mercancías:
-Don Francisco, la semana pasada nos han
enviado un artículo nuevo, una prenda verdaderamente revolucionaria. No me ha
resultado fácil conseguirla, porque la mayor parte de la producción la destinan
a los grandes almacenes. Se trata del slip Woom.
Son unos calzoncillos que se adaptan de maravilla al cuerpo, como si fueran una
segunda piel… Manolito y Santi, traedme las cajas de los slip Woom de color blanco y marino, en las
tallas pequeña y grande… Permítame que se los muestre.
Mi padre no supo negarse a los
requerimientos de uno de sus mejores clientes del banco. Estos calzoncillos se
vendían en unas cajas rectangulares de plástico rígido transparente. En el
interior de las mismas se incluía la fotografía de la zona pélvica de un
caballero. De esta manera el cliente podía comprobar lo bien que sentaba esta
prenda interior masculina. Don Andrés nos enseñó uno de los slip, en color
blanco:
-Don Francisco, ante usted tiene unos
calzoncillos diferentes, que sin duda van a revolucionar el mercado de la ropa
interior masculina. Son los ideales para usar cuando se practica deporte.
Carecen de bragueta y se adaptan al cuerpo sin oprimirlo. Se pueden utilizar
como bañadores; hay que ser todo un experto para saber que se trata de un slip.
El tejido, al ser tan fino, se seca con gran rapidez; a los bañadores
tradicionales les cuesta mucho más, porque los fabrican con una tela más
gruesa. Los he traído en blanco, color que se asocia con la higiene, y en
marino, que son más sufridos. A simple vista parecen pequeños; sin embargo, en
cuanto se prueban se estirarán todo lo que sea necesario, su elasticidad es
perfecta…
Papá sucumbió ante la verborrea de aquel
vendedor nato; compró ocho slip Woom:
dos blancos y dos azules para cada uno de nosotros. De nuevo serví de conejillo
de indias; el mercero quería saber cuál era la talla adecuada. Tuve que dirigirme al probador y ponerme
aquellos calzoncillos. Según me los iba subiendo notaba que se estiraban. La
licra con que habían sido fabricados se adaptó perfectamente a mis contornos
pélvicos. Don Andrés me pidió que me quitara la camiseta y me quedé tan sólo
con los calcetines altos de Ejecutivo y los slip Woom. Mi padre dio su aprobación; la talla pequeña me quedaba
perfecta. Los gemelos me observaban desde el rellano de la puerta del probador;
sonreían maliciosamente. De nuevo volvía a ser yo el humillado. El mercero se
percató de que sus hijos intentaban abochornarme y tomó cartas en el asunto:
-Manolito y Santi, quiero que a partir de
este momento seáis amigos de este muchacho, como lo somos su padre y yo. Si a
don Francisco le parece bien, me gustaría que los tres chavales salieran juntos
los fines de semana. Quiero saber con que tipo de chicos se relacionan mis
hijos; hay que apartarlos de las malas compañías. El otro día, en el parque del
Duque, vi a unos gamberros que no tendrían más allá de catorce años. Estaban
fumando y cada paso soltaban tacos, para hacerse los hombrecitos. Insultaban a
las chicas jóvenes que pasaban, les decían todo tipo de groserías. De buena
gana hubiera llamado a los guardias para que se los llevaran detenidos…
También don Andrés se refirió a mi corte de
pelo:
-Veo, don Francisco, que por fin ha llevado a
su hijo a donde Clemente. El corte de pelo que le ha metido es impecable, lo
que nosotros llamábamos un pelado de higiene y desinfección. Otra vez aparece
en el Diario Regional una noticia sobre la pediculosis; la infección se
extiende como una mancha de aceite. La mejor manera de detenerla es pelar a los
chicos con rigor y de manera habitual. Da gusto ver así a este chaval… Manolito
y Santi, tomad buena nota de ello.
Don Andrés acarició a contrapelo mis
milimétricos cabellos y me guiñó un ojo. Le explicó a mi padre que quería para
sus hijos un rapado igual al mío. Al verme a mí tan peladito, le entraron
repentinamente ganas de que sus hijos visitasen la barbería aquella misma
mañana de sábado. Cómo el mercero tenía que atender el negocio no podía
acompañarlos. Le comentó a mi padre que le gustaría estar allí presente para
dar las instrucciones precisas. Tenía miedo de que sus hijos frenaran al
barbero a la hora de “meterles la maquinilla bien metida”.
Manolo y Santi aparentaban ser unos
muchachos obedientes y sumisos, ¡por la cuenta que les tenía! Sin embargo, a su
padre le daba la sensación de que tenían más picardía y malicia de lo que
parecía a simple vista. Papá tenía libre aquella mañana de sábado y se ofreció
a acompañarlos a la peluquería; yo serviría de modelo para que los esquilaran
de la misma forma. Don Andrés se lo agradeció y aceptó su propuesta. Nos
obsequió con dos cajas de calcetines Ejecutivo,
una para mi padre y otra para mí.
Papá, los gemelos y yo acudimos con rapidez
al callejón de los Novicios; el sábado por la mañana la barbería de Clemente
solía estar atestada de clientes. Al entrar en el local me llevé una gran
sorpresa; la mayoría de los que esperaban para ser atendidos eran jóvenes
escolares. Algunos estaban acompañados por sus padres. El barbero inclemente no
paraba de usar sus maquinillas; trabajaba a gran velocidad porque la labor le
apremiaba. Allí estaban sentados mi amigo Gastaminza y su padre. Modesto, el
barbero al que solía acudir mi amigo Jesús, había cerrado el local por motivos
de salud; estaba aquejado de un cólico nefrítico. Se sorprendió del brutal
rapado que me habían metido. Recuerdo sus palabras mientras me acariciaba la
cabeza:
-Te han dejado casi calvo, Fran. La cocorota
te raspa que es una gloria; da gusto tocártela. A mí me lo van a poner
exactamente igual que a ti. Mi padre me ha acompañado para controlar todo el
proceso.
El señor Gastaminza se dirigió a su hijo:
- Tu amigo predica con el ejemplo. Se me
caería la cara de vergüenza si te expulsan del colegio por tener miseria. Ya
sabes lo que te espera. Fíjate que a todos los chavales el barbero los rapa de
la misma manera. ¡Se acabó para siempre la tontería del pelo largo!.
A Jesús, Clemente le cortó el pelo de una
manera más rápida; no se entretuvo tanto con él como lo había hecho conmigo la
tarde anterior. Sin embargo, técnicamente hablando, el resultado fue perfecto.
Cuando el barbero inclemente cogía carrerilla no había quien le detuviera. A
los gemelos los rapó del mismo modo. Los aprendices de hippies habíamos perdido
definitivamente la guerra aquella mañana.
El padre de Jesús, al
enterarse de que su hijo había sido un espía de barbería, le abroncó en público.
El pelado brutal debía servirle de penitencia por su mala educación.
El lunes por la mañana muchos de mis
compañeros acudieron a clase con el pelo cortado. Jesús y yo éramos los más
esquilados de todos. Los otros chicos se empujaban unos a otros; querían
acariciar nuestras cabezas mondas y lirondas. En nuestro curso no se dio ningún
caso de pediculosis. Los piojos no podían anidar en nuestros rapados cráneos
porque se morirían de frío.
BARBERO MILITAR