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miércoles, 31 de marzo de 2010
UN CORTE YEYÉ
Corrían los últimos años de la década de los sesenta. En todo el mundo los jóvenes usaban el cabello largo, siguiendo la estela de los Beatles. Los medios de comunicación, con la televisión a la cabeza, difundían imágenes de chicos melenudos, que vestían pantalones vaqueros y camisas de flores. El movimiento hippie hacía estragos y fomentaba el consumo de las drogas y alucinógenos. Pero, a Dios gracias, todavía quedaban gentes de bien, caballeros dispuestos a defender su virilidad, y que sabían marcar las diferencias estéticas, que desde siempre habían existido, entre los dos sexos.
Mi padre militaba con orgullo en este bando. Me viene a la memoria su imagen de caballero trajeado. Todos los años visitaba al sastre y éste le confeccionaba a medida tres trajes de invierno y otros tantos de verano. Cuando el frío arreciaba usaba tejidos afranelados y durante la época estival optaba por alpacas brillantes. Siempre se decantaba por colores oscuros y sobrios como los grises marengo, marinos, verdes secos o marrones; jamás tonos claros ni hechuras modernas. Eran trajes de solapa estrecha, siendo la pata del pantalón de unos 21 centímetros de ancho; si algo le horrorizaba eran los pantalones de campana que empezaban a irrumpir en el mercado. Mi padre era comercial de ropa de caballero. Representaba a marcas de toda la vida, poco dadas a la innovación. Lo más importante era la calidad del producto. También vestía y vendía camisas de popelín blanco, de un blanco radiante, con el cuello duro y corto. Sus corbatas eran de pala estrecha, lisas, con rayas, o pequeños dibujos, siempre en tonos oscuros y sobrios, que combinaban perfectamente con el resto de su ropa.
Lo más novedoso de su indumentaria permanecía oculto. Tenía un amigo y colega que llevaba la representación de ropa interior Hedea. Continuamente le obsequiaba con juegos de camiseta y braslip. Por supuesto Arturo, éste era su nombre, era correspondido con otros presentes como camisas y corbatas. Recuerdo a mi padre en paños menores. Era un hombre de complexión fuerte y de altura media, de piel morena y muy velludo. Siempre usaba calcetines altos, de hilo y canalé, entonando con la corbata. En aquel tiempo el braslip era una prenda moderna, que se asociaba a la imagen del deporte. Lo más innovador era que carecían de pata, siendo altos de cintura y con bragueta. Hedea también fabricaba prendas para niños y yo probaba gratis los últimos modelos como los de punto calado. Con mucha frecuencia mi padre me decía:
-Fran, Arturo me ha dado para ti media docena de braslip y camisetas. Son caladitos, muy frescos para el verano. Te los voy a probar después de comer para ver si te va bien la talla…
Yo a veces replicaba, porque me apetecía más leer un tebeo que desvestirme en su despacho, pero jamás me consintió que me saliese con la mía. Si me ponía impertinente, sus amenazas me terminaban de convencer:
-¡A ver si te voy a tener que dar unos buenos azotes en el culo! ¿Quieres que te marque los dedos en el trasero?
Tras levantarme de la mesa debía acompañarle a su despacho, donde en una caja de cartón de rayas negras y amarillas guardaba las mudas; recuerdo el olor a algodón sin estrenar, el blanco intenso y lo tupido del tejido. Y al poco tiempo aparecía delante de él en paños menores, sin rechistar lo más mínimo. Me hacía pasear un poco y me preguntaba si me tiraba en la entrepierna. Mi padre era muy detallista con estas cosas. Si se llevaban los braslip demasiado prietos podían provocarme una hernia enguinal. Ésta era al menos la opinión de don Luis, el médico amigo de la familia que siempre me atendía en su consulta ejerciendo como pediatra, a pesar de ser médico militar.
También estaba bien surtido de lo que en aquella época se llamaban medias sport de niño. En realidad se trataba de calcetines altos y finos de canalé fabricados en hilo de Escocia. Según el pantalón que usase los llevaba grises, marino, marrones, verdes… Punto Blanco era la empresa líder en este tipo de productos. Durante el período estival utilizaba el pantalón corto, lo que permitía que exhibiese al completo aquellos calcetines tan largos.
En lo referente a mi ropa exterior el clasicismo de mi padre se imponía con toda su fuerza. En aquel tiempo los niños yeyés también vestían con tonos “alegres” y prendas con estampados y dibujos muy marcados. A mi padre todo aquel estallido de color en las ropas destinadas a los niños varones le producía acidez de estómago. A mí jamás me preguntó si me gustaba tal o cual pantalón o si prefería un determinado jersey. Él era quien directamente escogía por mí. Siempre colores sobrios. Me recuerdo a mí mismo vestido de azul marino, gris oscuro, verde… Gracias a su profesión tenía mucho gusto a la hora de combinar los tonos, jamás mezclaba gamas. Mis camisas infantiles solían ser blancas, celestes, beige…
En cuanto al calzado se refiere se podía optar entre los zapatos negros o los marrón oscuro. Casi siempre de cordones, muy lisos y de piel brillante. Todas las noches, con el betún de tubo y un cepillo, papá me los limpiaba. Cuando cumplí diez años fui obligado a hacerlo yo mismo. A mí me llamaban la atención sus zapatos de punta negros. Estuvieron de moda en los sesenta, pero a mi padre le gustaban tanto que los usó durante muchos años, cuando ya estaban desfasados. Le hacían un pie más grande y si me portaba mal amenazaba con propinarme un puntapié en el culo con ellos puestos.
Cuando teníamos que asistir a un acontecimiento social me llevaba a su sastre para que me confeccionara a medida un traje de niño, consistente en una americana con pantalón corto a juego. Para este tipo de ocasiones usaba corbatas estrechas; el nudo ya venía hecho de fábrica y tenían una goma para sujetármela al cuello. También aprovechaba algún retal de los que sobraban de sus trajes para que el sastre me hiciera un pantalón corto. Como la tela era escasa apenas me tapaba el braslip.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta de que mi padre lo único que pretendía era que su hijo varón fuese su viva imagen en versión infantil. Se sentía especialmente orgulloso cuando alguien opinaba que Fran se le parecía cada vez más. Le recuerdo enredando en una caja de cartón que tenía en su despacho, buscando alguna foto de cuando él era pequeño, comparándola con las mías. Eran las tradicionales imágenes de los años cuarenta. Solía vestir con una bata colegial y llevaba el pelo cortado al rape, incluso en algunas aparecía con la cabeza casi afeitada. Me miraba con cierta sorna y solía decirme:
-Este verano, para que estés más fresquito, le voy a decir a Anselmo que te corte el pelo al rape, como me pelaba a mí tu abuelo cuando tenía tus años. Y si te portas mal o me traes algún suspenso te dejo la cabeza como una bombilla, sin un solo pelo.
En sólo una ocasión cumplió sus amenazas. Normalmente se conformaba con que me cortara el pelo a riguroso cepillo parisién. Mi padre tenía una agenda de piel negra en la que apuntaba todas sus citas. Allí figuraban sus reuniones de trabajo, compromisos sociales y sus visitas al sastre, médico etc. Cada veinte días, en el apartado titulado “Otras actividades” aparecía escrita la frase “barbería para Fran” o “corte de pelo de Fran”. Aquellas vistitas al barbero se convirtieron en todo un ritual en el que mi padre me imponía su autoridad y sus gustos estéticos. Recuerdo con detalle cómo sucedía todo.
A la salida del colegio, a las seis de la tarde, me esperaba junto a la puerta. Impecablemente trajeado paseaba nervioso por el recibidor. Al verlo sentía alegría porque normalmente no tenía el privilegio de que me viniera a buscar. También lo hacía cuando tenía cita con mi tutor. Este tipo de entrevistas me producían cierta tensión; temía que el profesor, normalmente un fraile, le comentara que mi rendimiento académico era manifiestamente mejorable y que después, en su despacho y a solas, me cayese un buen rapapolvo.
Los chicos, una vez que se disolvía la fila en el recibidor, saltábamos como potrillos y acudíamos a donde estaban nuestros respectivos padres. En la infancia lo normal es sentir adoración por ellos. A la mayoría de mis compañeros les iba a buscar al cole la mamá. Yo por el contrario tenía que ir a casa de la mano con Martina, la esposa del portero del edificio en que vivíamos. Mi madre había muerto al poco de nacer yo. De ahí que todo mi universo girara en torno a la figura paterna. En cuanto veía a mi padre el corazón me daba un vuelco de alegría, saltando como un gamo me aproximaba a él y le besaba. Era igual que un perrillo que espera a su amo con ansiedad y que le recibe siempre con gozo. Como no le gustaba andar con bolsas en la mano nos metíamos en una tienda de ultramarinos donde me compraba una riquísima torta de Olite. El resto de los días merendaba el tradicional bocadillo de chorizo, lomo o jamón serrano.
Me ponía la mano encima del hombro, me sonreía con ironía y me decía:
-Ahora mismo al barbero, a ver si Anselmo te esquila esas lanas.
La verdad que seguía llevando el pelo muy cortito, porque en veinte días apenas me crecía un centímetro. Sin embargo era tiempo más que suficiente para que perdiese el rigor del corte. Mis sentimientos eran confusos. Por una parte me sentía desplazado, fuera de la órbita de la moda. Los chavales más pijos de clase llevaban las orejas semitapadas y podían peinarse con raya a un lado. Tras el brutal rapado yo no necesitaba usar el peine. A partir de los quince días tenía algo que peinar, volviendo a estar pelón tras una nueva visita a la peluquería. Sentía cierta vergüenza de que ciertas personas me viesen tan rapado, me humillaba que algunos de mis compañeros de clase se mofaran de mi cabeza redonda. Pero todo aquello tenía su lado positivo. Jamás se lo dije a nadie pero me daba mucho gustirrinín que me cortaran el pelo. Me gustaba que mi padre se preocupara por mí, que en persona me acompañara al barbero. Sabía que era un hombre muy ocupado y hacía un hueco en su agenda para adecentar a su hijo.
La vieja barbería se encontraba en el casco antiguo, en una calle estrecha, en la que había una capilla barroca con un santo, un zapatero remendón y tiendas de ultramarinos y carnicerías dentro de los portales. Era un local muy pequeño, con la puerta de madera pintada de de verde claro. Dentro había un único sillón giratorio, una verdadera pieza de museo según criterios actuales, con brazos de porcelana blanca, posapiés metálico ricamente labrado y asiento y respaldo de rejilla. El suelo estaba formado por baldosas cerámicas con dibujos geométricos en tonos tierra. Un gran foco blanco iluminaba la estancia.
Estaba regentada por un único barbero llamado Anselmo. Se trataba de un señor sesentón, de pequeña estatura, con gafas de concha negra, calvo, con el pelo blanco y muy cortito. Vestía la tradicional bata blanca. Era un hombre bonachón, prudente y cariñoso con los niños.
Mi padre se cortaba el pelo en otra barbería. Acudía desde tiempo inmemorial a la peluquería de su amigo Marcos. Este buen hombre padecía de los nervios y no aceptaba a los niños como clientes. No soportaba sus berrinches, que se movieran mientras trabajaba. Este era el motivo por el cual mi padre y yo acudíamos a locales diferentes.
Nada más entrar en el establecimiento mi padre saludaba cortésmente a Anselmo. Tenía ganas de ausentarse cuanto antes, para tomarse unos vinos en compañía de sus amigos y leer tranquilamente el periódico en algún bar de confianza. Pero antes de abandonarme le daba las instrucciones precisas al barbero:
-Al niño le corta el pelo como siempre; Hágale un cepillo muy corto; me lo deja como un recluta. La maquinilla bien metida hasta arriba, ya sabe. Pasaré revista militar, je, je, je. ¿A qué hora vengo a por él?
En función de los clientes que esperaban en aquel momento Anselmo le decía una hora aproximada. Yo me quedaba allí, solo ante el peligro. Para entretenerme leía algún tebeo de Zipi y Zape o de Mortadelo y Filemón. Los clientes se sucedían. Algún niño también caía en manos del barbero y casi siempre éste los rapaba más de la cuenta. A los mayores les subía la maquinilla por el cuello, para que les quedase el cogote despejado. En algunos casos cortaba el pelo al parisién y a algún señor mayor al rape, todo con la misma maquinilla. Todavía recuerdo la lista de precios que colgaba de la pared. El pelado al rape tan sólo costaba 40 pesetas, el corte a tijera 50 y el cepillo 60. Un cepillo parisién era muy laborioso, especialmente para un hombre tan detallista como Anselmo, de ahí lo relativamente elevado de su precio. Una coronilla de cura, oficialmente llamada corona de sacerdote, tan sólo valía diez pesetas.
Cuando me tocaba el turno conocía de memoria los pasos que iba a seguir Anselmo. Se metía dentro de la trastienda y sacaba una banqueta de madera marrón oscuro. Creo que debería estar hecha a medida porque encajaba perfectamente encima de los brazos del sillón. Una vez instalada con el dedo índice me llamaba. Para dirigirse a mí empleaba términos como señorito, mozalbete, machote… Yo, tímidamente me acercaba al sillón. Y como si fuera un bebé me colocaba las manos debajo de las axilas y me elevaba en el aire, sentándome en el taburete. Me solía decir que había crecido y que pesaba más que la última vez. Luego abría un armario y sacaba una capa blanca de algodón. La desdoblaba cuidadosamente y me la ataba al cuello con una cinta. En aquel local no había las tiras de papel que se ajustan al cuello y que se usan en los locales actuales. También me colocaba por detrás un paño blanco. Recuerdo el contraste que había entre mi cabello negro y lo blanco de la capa.
Y empezaba el ritual del esquileo. Cogía un peine y me lo pasaba por la cabeza. Me dijo que era para eliminar la carga electrostática que tiene el pelo. Lo hacía sin prisa, recreándose en ello. Una vez bien peinado decía su frase mágica, con la que pretendía resultar gracioso:
-Te voy a hacer un corte de pelo ye-yé, je, je, je…
Sonreía maliciosamente. Mi pelo tendría una largura máxima de un centímetro, lo que me había crecido en veinte días y sin embargo pretendía engañarme, hacerme creer que me lo iba a cortar menos que en otras ocasiones.
Las maquinillas de mano, de metal cromado, descansaban ordenadamente sobre la encimera de mármol gris. Semejaban instrumentos de tortura, demonios plateados que cercenaban el pelo de los clientes. Siempre empezaba por la de púas más estrechas. La movía en el aire, amenazante, como si quisiera desentumecer sus músculos. Después, con la mano izquierda me sujetaba con fuerza la cabeza, me inmovilizaba, para bajármela a su gusto, como si fuera un muñeco en sus manos.
Al poco sentía el frío metal en contacto con mi piel, y percibía aquel sonido entrañable, metálico, producido al moverse el muelle de la maquinilla. Y además de escuchar aquello, sentía un placer inmenso, un cosquilleo muy difícil de describir. Todo mi cuerpo infantil gozaba de una gran excitación, al notar la maquinilla deslizándoseme por el cogote. Me la subía hasta casi la coronilla y después empezaba con los laterales. Mi cabeza volvía a estar levantada. Anselmo me sujetaba la zona superior con las yemas de los dedos. Ahora era cuando realmente me quedaba boquiabierto, perplejo porque empezaba a ver como mis patillas se esfumaban al entrar en contacto con la maquinilla. Al tener la piel muy blanca y el pelo tan negro se me transparentaba el cuero cabelludo, tan sólo quedaban cabellos con una largura de un milímetro. El barbero subía y subía la herramienta hasta casi tocar las sienes.
Una vez rapado al cero en la parte trasera y los laterales utilizaba otras maquinillas de púas más anchas, de los números uno y dos. Sabía disimular la raya del corte. Por último cogía las tijeras de entresacar, dentadas, para reducir mi abundante aunque corto pelo de la zona superior. Tenía también unas tijeras normales, bastante grandes, y con la ayuda de un peine le daba al corte la forma de un cepillo muy corto. Los cabellos saltaban como si fueran alfiles, al ritmo que marcaba él barbero. Era un hombre tan meticuloso, que repasaba una y otra vez su trabajo.
Finalmente remataba el corte, lo pulía como si fuera un diamante. Cogía una brocha humedecida, ligeramente enjabonada y me la pasaba por la zona de las patillas, los laterales y el cuello. Por último echaba mano a la navaja barbera, creo recordar una con el mango nacarado. Me daba instrucciones para que no me moviese, mientras me inmovilizaba la cabeza con la mano izquierda:
-Ahora quietecito, eh. Te has portado muy bien y has quedado muy guapo, pero si te mueves te puedo cortar las orejas, ni respires.
Yo seguía sus instrucciones al pie de la letra. Notaba el raspado de la navaja en mi cuello. Me lo perfilaba a la perfección. Pero todavía quedaba un detalle importante para terminar con el corte. Cogía una maquinilla manual, más pequeña que las anteriores. La utilizaba para disminuirme el cuello al máximo. No lo podría asegurar pero creo que se trataba de una del dos ceros. De nuevo el cosquilleo en mi cabeza. La sentía deslizarse por mi cogote, reduciendo prácticamente a la nada mi pelo milimétrico.
Finalizaba su trabajo aplicándome un buen masaje capilar con la loción a la quina Flöid. Era generoso al humedecerme la cabeza. El aroma era muy intenso, mentolado, inconfundible. Me peinaba hacia arriba el pelo a cepillo. Una vez despojado de la capa me bajaba del sillón y volvía a ocupar una silla, esperando a que mi padre apareciese. En algunas ocasiones éste aparecía antes de que Anselmo terminara su trabajo. El barbero le pedía su opinión y mi padre solía sugerirle que me metiera más caña.
Mi padre nada más llegar me besaba y sonreía con satisfacción. Me obligaba a ponerme en pie y me revisaba meticulosamente el corte de pelo. Me pasaba la mano por detrás, a contrapelo y el placer que sentía era inmenso, aquella sensación de tener la cabeza como si fuera de terciopelo es algo que no se puede explicar con palabras. Y recibía mi premio, no sin antes interrogar al barbero sobre mi comportamiento:
-El niño ha sido muy bueno y obediente, no me ha dado ningún problema, la verdad. Tenía usted que ver la que me montó el otro día un pimpollo de catorce años. Vino con su padre a la fuerza, casi arrastras. El mozo no quería cortarse el pelo, pretendía copiar a esos melenudos asquerosos que salen en la tele. Pero su padre, que los tiene bien puestos, le dio un par de bofetadas y lo sentó a la fuerza en el sillón. Le metí un buen pelado. Salió de aquí bien aseado…
A Anselmo le escandalizaba la moda del pelo largo. Quizás porque veía peligrar su negocio. Si los jóvenes no se cortaban el pelo con frecuencia y le imitaban los maduros, ¿de qué iba a poder vivir?. Además estaba convencido de las grandes ventajas que tenía el pelo corto para los varones. Era un defensor a ultranza de la estética del aseo, de la higiene masculina.
Y llegaba lo mejor para mí. Mi padre me obsequiaba con dos fascículos de mis tebeos favoritos: uno del Capitán Trueno y otro de Jabato. Los coleccionaba, los leía y releía una y otra vez. Pero al abrir aquellas páginas observaba que los héroes de mi infancia lucían melena al viento y yo por el contrario era un niño pelado a riguroso cepillo parisién.
Al día siguiente, en el colegio, un mar de manos me acariciaban la cabeza. No es que se tratase de burlas crueles, ni mucho menos, pero escuchaba calificativos como pelón, esquilado, rapadillo, etc. Yo hacía lo mismo cuando las víctimas eran otros. Pero siempre existía una casta de privilegiados que no sabían lo que era un corte a maquinilla. En el invierno protegía mi cabeza con los famosos pasamontañas, también llamados verdugos. Se trataba de una prenda de lana, en colores oscuros como el azul marino, gris marengo o verde militar, que protegía a los niños del cruel frío invernal. Cubría la cabeza, las orejas y la garganta. A mí me servía para ocultar a los indiscretos
mi corte de pelo. En clase, por supuesto, me lo quitaba y lucía en todo su esplendor mi esférica cabeza.
En 1973 le llegó la hora de la jubilación al viejo barbero. El local se cerró para siempre. Mi padre, con gran pena, tuvo que buscar otras barberías. Según pasaban los años mi corte de pelo fue perdiendo el rigor de antaño. La estética del pelo largo se fue imponiendo poco a poco, en todas las capas sociales. Y casi sin quererlo mi padre se resigno a que su hijo saliese de la peluquería con las orejas semitapadas. Las viejas maquinillas manuales fueron sustituidas por las eléctricas, quedaron arrinconadas, se empolvaban como fantasmas de un pasado que convenía olvidar. La maquinilla se convirtió en un instrumento maldito, algo que había que ocultar en un cajón y utilizarlo sólo con los señores muy mayores y los soldados o reclutas que preferían ser rapados en peluquerías civiles antes que caer en manos del barbero militar.
Y curiosamente empecé a añorar los antiguos rapados infantiles. Cuando muy de tarde en tarde veía a algún niño con el pelo muy corto o un caballero rapado a cepillo, sentía un fuerte deseo de tocar aquellas suaves cabezas. Cuando tuve suficiente autonomía para caminar solo por las calles empecé a quedarme junto a las puertas de las barberías. Controlaba las entradas y salidas de soldados. Disimulaba al máximo, quería pasar desapercibido, sentía vergüenza de que alguien se enterase de mi morbo por estos temas. Fueron años de deseo, de ansias contenidas. Tuve que esperar a los 19 años y estar en la universidad para conseguir disfrutar de un corte de pelo riguroso. Pero ésta es otra historia.
EL BARBERO MILITAR
Corrían los últimos años de la década de los sesenta. En todo el mundo los jóvenes usaban el cabello largo, siguiendo la estela de los Beatles. Los medios de comunicación, con la televisión a la cabeza, difundían imágenes de chicos melenudos, que vestían pantalones vaqueros y camisas de flores. El movimiento hippie hacía estragos y fomentaba el consumo de las drogas y alucinógenos. Pero, a Dios gracias, todavía quedaban gentes de bien, caballeros dispuestos a defender su virilidad, y que sabían marcar las diferencias estéticas, que desde siempre habían existido, entre los dos sexos.
Mi padre militaba con orgullo en este bando. Me viene a la memoria su imagen de caballero trajeado. Todos los años visitaba al sastre y éste le confeccionaba a medida tres trajes de invierno y otros tantos de verano. Cuando el frío arreciaba usaba tejidos afranelados y durante la época estival optaba por alpacas brillantes. Siempre se decantaba por colores oscuros y sobrios como los grises marengo, marinos, verdes secos o marrones; jamás tonos claros ni hechuras modernas. Eran trajes de solapa estrecha, siendo la pata del pantalón de unos 21 centímetros de ancho; si algo le horrorizaba eran los pantalones de campana que empezaban a irrumpir en el mercado. Mi padre era comercial de ropa de caballero. Representaba a marcas de toda la vida, poco dadas a la innovación. Lo más importante era la calidad del producto. También vestía y vendía camisas de popelín blanco, de un blanco radiante, con el cuello duro y corto. Sus corbatas eran de pala estrecha, lisas, con rayas, o pequeños dibujos, siempre en tonos oscuros y sobrios, que combinaban perfectamente con el resto de su ropa.
Lo más novedoso de su indumentaria permanecía oculto. Tenía un amigo y colega que llevaba la representación de ropa interior Hedea. Continuamente le obsequiaba con juegos de camiseta y braslip. Por supuesto Arturo, éste era su nombre, era correspondido con otros presentes como camisas y corbatas. Recuerdo a mi padre en paños menores. Era un hombre de complexión fuerte y de altura media, de piel morena y muy velludo. Siempre usaba calcetines altos, de hilo y canalé, entonando con la corbata. En aquel tiempo el braslip era una prenda moderna, que se asociaba a la imagen del deporte. Lo más innovador era que carecían de pata, siendo altos de cintura y con bragueta. Hedea también fabricaba prendas para niños y yo probaba gratis los últimos modelos como los de punto calado. Con mucha frecuencia mi padre me decía:
-Fran, Arturo me ha dado para ti media docena de braslip y camisetas. Son caladitos, muy frescos para el verano. Te los voy a probar después de comer para ver si te va bien la talla…
Yo a veces replicaba, porque me apetecía más leer un tebeo que desvestirme en su despacho, pero jamás me consintió que me saliese con la mía. Si me ponía impertinente, sus amenazas me terminaban de convencer:
-¡A ver si te voy a tener que dar unos buenos azotes en el culo! ¿Quieres que te marque los dedos en el trasero?
Tras levantarme de la mesa debía acompañarle a su despacho, donde en una caja de cartón de rayas negras y amarillas guardaba las mudas; recuerdo el olor a algodón sin estrenar, el blanco intenso y lo tupido del tejido. Y al poco tiempo aparecía delante de él en paños menores, sin rechistar lo más mínimo. Me hacía pasear un poco y me preguntaba si me tiraba en la entrepierna. Mi padre era muy detallista con estas cosas. Si se llevaban los braslip demasiado prietos podían provocarme una hernia enguinal. Ésta era al menos la opinión de don Luis, el médico amigo de la familia que siempre me atendía en su consulta ejerciendo como pediatra, a pesar de ser médico militar.
También estaba bien surtido de lo que en aquella época se llamaban medias sport de niño. En realidad se trataba de calcetines altos y finos de canalé fabricados en hilo de Escocia. Según el pantalón que usase los llevaba grises, marino, marrones, verdes… Punto Blanco era la empresa líder en este tipo de productos. Durante el período estival utilizaba el pantalón corto, lo que permitía que exhibiese al completo aquellos calcetines tan largos.
En lo referente a mi ropa exterior el clasicismo de mi padre se imponía con toda su fuerza. En aquel tiempo los niños yeyés también vestían con tonos “alegres” y prendas con estampados y dibujos muy marcados. A mi padre todo aquel estallido de color en las ropas destinadas a los niños varones le producía acidez de estómago. A mí jamás me preguntó si me gustaba tal o cual pantalón o si prefería un determinado jersey. Él era quien directamente escogía por mí. Siempre colores sobrios. Me recuerdo a mí mismo vestido de azul marino, gris oscuro, verde… Gracias a su profesión tenía mucho gusto a la hora de combinar los tonos, jamás mezclaba gamas. Mis camisas infantiles solían ser blancas, celestes, beige…
En cuanto al calzado se refiere se podía optar entre los zapatos negros o los marrón oscuro. Casi siempre de cordones, muy lisos y de piel brillante. Todas las noches, con el betún de tubo y un cepillo, papá me los limpiaba. Cuando cumplí diez años fui obligado a hacerlo yo mismo. A mí me llamaban la atención sus zapatos de punta negros. Estuvieron de moda en los sesenta, pero a mi padre le gustaban tanto que los usó durante muchos años, cuando ya estaban desfasados. Le hacían un pie más grande y si me portaba mal amenazaba con propinarme un puntapié en el culo con ellos puestos.
Cuando teníamos que asistir a un acontecimiento social me llevaba a su sastre para que me confeccionara a medida un traje de niño, consistente en una americana con pantalón corto a juego. Para este tipo de ocasiones usaba corbatas estrechas; el nudo ya venía hecho de fábrica y tenían una goma para sujetármela al cuello. También aprovechaba algún retal de los que sobraban de sus trajes para que el sastre me hiciera un pantalón corto. Como la tela era escasa apenas me tapaba el braslip.
Con el paso del tiempo me he dado cuenta de que mi padre lo único que pretendía era que su hijo varón fuese su viva imagen en versión infantil. Se sentía especialmente orgulloso cuando alguien opinaba que Fran se le parecía cada vez más. Le recuerdo enredando en una caja de cartón que tenía en su despacho, buscando alguna foto de cuando él era pequeño, comparándola con las mías. Eran las tradicionales imágenes de los años cuarenta. Solía vestir con una bata colegial y llevaba el pelo cortado al rape, incluso en algunas aparecía con la cabeza casi afeitada. Me miraba con cierta sorna y solía decirme:
-Este verano, para que estés más fresquito, le voy a decir a Anselmo que te corte el pelo al rape, como me pelaba a mí tu abuelo cuando tenía tus años. Y si te portas mal o me traes algún suspenso te dejo la cabeza como una bombilla, sin un solo pelo.
En sólo una ocasión cumplió sus amenazas. Normalmente se conformaba con que me cortara el pelo a riguroso cepillo parisién. Mi padre tenía una agenda de piel negra en la que apuntaba todas sus citas. Allí figuraban sus reuniones de trabajo, compromisos sociales y sus visitas al sastre, médico etc. Cada veinte días, en el apartado titulado “Otras actividades” aparecía escrita la frase “barbería para Fran” o “corte de pelo de Fran”. Aquellas vistitas al barbero se convirtieron en todo un ritual en el que mi padre me imponía su autoridad y sus gustos estéticos. Recuerdo con detalle cómo sucedía todo.
A la salida del colegio, a las seis de la tarde, me esperaba junto a la puerta. Impecablemente trajeado paseaba nervioso por el recibidor. Al verlo sentía alegría porque normalmente no tenía el privilegio de que me viniera a buscar. También lo hacía cuando tenía cita con mi tutor. Este tipo de entrevistas me producían cierta tensión; temía que el profesor, normalmente un fraile, le comentara que mi rendimiento académico era manifiestamente mejorable y que después, en su despacho y a solas, me cayese un buen rapapolvo.
Los chicos, una vez que se disolvía la fila en el recibidor, saltábamos como potrillos y acudíamos a donde estaban nuestros respectivos padres. En la infancia lo normal es sentir adoración por ellos. A la mayoría de mis compañeros les iba a buscar al cole la mamá. Yo por el contrario tenía que ir a casa de la mano con Martina, la esposa del portero del edificio en que vivíamos. Mi madre había muerto al poco de nacer yo. De ahí que todo mi universo girara en torno a la figura paterna. En cuanto veía a mi padre el corazón me daba un vuelco de alegría, saltando como un gamo me aproximaba a él y le besaba. Era igual que un perrillo que espera a su amo con ansiedad y que le recibe siempre con gozo. Como no le gustaba andar con bolsas en la mano nos metíamos en una tienda de ultramarinos donde me compraba una riquísima torta de Olite. El resto de los días merendaba el tradicional bocadillo de chorizo, lomo o jamón serrano.
Me ponía la mano encima del hombro, me sonreía con ironía y me decía:
-Ahora mismo al barbero, a ver si Anselmo te esquila esas lanas.
La verdad que seguía llevando el pelo muy cortito, porque en veinte días apenas me crecía un centímetro. Sin embargo era tiempo más que suficiente para que perdiese el rigor del corte. Mis sentimientos eran confusos. Por una parte me sentía desplazado, fuera de la órbita de la moda. Los chavales más pijos de clase llevaban las orejas semitapadas y podían peinarse con raya a un lado. Tras el brutal rapado yo no necesitaba usar el peine. A partir de los quince días tenía algo que peinar, volviendo a estar pelón tras una nueva visita a la peluquería. Sentía cierta vergüenza de que ciertas personas me viesen tan rapado, me humillaba que algunos de mis compañeros de clase se mofaran de mi cabeza redonda. Pero todo aquello tenía su lado positivo. Jamás se lo dije a nadie pero me daba mucho gustirrinín que me cortaran el pelo. Me gustaba que mi padre se preocupara por mí, que en persona me acompañara al barbero. Sabía que era un hombre muy ocupado y hacía un hueco en su agenda para adecentar a su hijo.
La vieja barbería se encontraba en el casco antiguo, en una calle estrecha, en la que había una capilla barroca con un santo, un zapatero remendón y tiendas de ultramarinos y carnicerías dentro de los portales. Era un local muy pequeño, con la puerta de madera pintada de de verde claro. Dentro había un único sillón giratorio, una verdadera pieza de museo según criterios actuales, con brazos de porcelana blanca, posapiés metálico ricamente labrado y asiento y respaldo de rejilla. El suelo estaba formado por baldosas cerámicas con dibujos geométricos en tonos tierra. Un gran foco blanco iluminaba la estancia.
Estaba regentada por un único barbero llamado Anselmo. Se trataba de un señor sesentón, de pequeña estatura, con gafas de concha negra, calvo, con el pelo blanco y muy cortito. Vestía la tradicional bata blanca. Era un hombre bonachón, prudente y cariñoso con los niños.
Mi padre se cortaba el pelo en otra barbería. Acudía desde tiempo inmemorial a la peluquería de su amigo Marcos. Este buen hombre padecía de los nervios y no aceptaba a los niños como clientes. No soportaba sus berrinches, que se movieran mientras trabajaba. Este era el motivo por el cual mi padre y yo acudíamos a locales diferentes.
Nada más entrar en el establecimiento mi padre saludaba cortésmente a Anselmo. Tenía ganas de ausentarse cuanto antes, para tomarse unos vinos en compañía de sus amigos y leer tranquilamente el periódico en algún bar de confianza. Pero antes de abandonarme le daba las instrucciones precisas al barbero:
-Al niño le corta el pelo como siempre; Hágale un cepillo muy corto; me lo deja como un recluta. La maquinilla bien metida hasta arriba, ya sabe. Pasaré revista militar, je, je, je. ¿A qué hora vengo a por él?
En función de los clientes que esperaban en aquel momento Anselmo le decía una hora aproximada. Yo me quedaba allí, solo ante el peligro. Para entretenerme leía algún tebeo de Zipi y Zape o de Mortadelo y Filemón. Los clientes se sucedían. Algún niño también caía en manos del barbero y casi siempre éste los rapaba más de la cuenta. A los mayores les subía la maquinilla por el cuello, para que les quedase el cogote despejado. En algunos casos cortaba el pelo al parisién y a algún señor mayor al rape, todo con la misma maquinilla. Todavía recuerdo la lista de precios que colgaba de la pared. El pelado al rape tan sólo costaba 40 pesetas, el corte a tijera 50 y el cepillo 60. Un cepillo parisién era muy laborioso, especialmente para un hombre tan detallista como Anselmo, de ahí lo relativamente elevado de su precio. Una coronilla de cura, oficialmente llamada corona de sacerdote, tan sólo valía diez pesetas.
Cuando me tocaba el turno conocía de memoria los pasos que iba a seguir Anselmo. Se metía dentro de la trastienda y sacaba una banqueta de madera marrón oscuro. Creo que debería estar hecha a medida porque encajaba perfectamente encima de los brazos del sillón. Una vez instalada con el dedo índice me llamaba. Para dirigirse a mí empleaba términos como señorito, mozalbete, machote… Yo, tímidamente me acercaba al sillón. Y como si fuera un bebé me colocaba las manos debajo de las axilas y me elevaba en el aire, sentándome en el taburete. Me solía decir que había crecido y que pesaba más que la última vez. Luego abría un armario y sacaba una capa blanca de algodón. La desdoblaba cuidadosamente y me la ataba al cuello con una cinta. En aquel local no había las tiras de papel que se ajustan al cuello y que se usan en los locales actuales. También me colocaba por detrás un paño blanco. Recuerdo el contraste que había entre mi cabello negro y lo blanco de la capa.
Y empezaba el ritual del esquileo. Cogía un peine y me lo pasaba por la cabeza. Me dijo que era para eliminar la carga electrostática que tiene el pelo. Lo hacía sin prisa, recreándose en ello. Una vez bien peinado decía su frase mágica, con la que pretendía resultar gracioso:
-Te voy a hacer un corte de pelo ye-yé, je, je, je…
Sonreía maliciosamente. Mi pelo tendría una largura máxima de un centímetro, lo que me había crecido en veinte días y sin embargo pretendía engañarme, hacerme creer que me lo iba a cortar menos que en otras ocasiones.
Las maquinillas de mano, de metal cromado, descansaban ordenadamente sobre la encimera de mármol gris. Semejaban instrumentos de tortura, demonios plateados que cercenaban el pelo de los clientes. Siempre empezaba por la de púas más estrechas. La movía en el aire, amenazante, como si quisiera desentumecer sus músculos. Después, con la mano izquierda me sujetaba con fuerza la cabeza, me inmovilizaba, para bajármela a su gusto, como si fuera un muñeco en sus manos.
Al poco sentía el frío metal en contacto con mi piel, y percibía aquel sonido entrañable, metálico, producido al moverse el muelle de la maquinilla. Y además de escuchar aquello, sentía un placer inmenso, un cosquilleo muy difícil de describir. Todo mi cuerpo infantil gozaba de una gran excitación, al notar la maquinilla deslizándoseme por el cogote. Me la subía hasta casi la coronilla y después empezaba con los laterales. Mi cabeza volvía a estar levantada. Anselmo me sujetaba la zona superior con las yemas de los dedos. Ahora era cuando realmente me quedaba boquiabierto, perplejo porque empezaba a ver como mis patillas se esfumaban al entrar en contacto con la maquinilla. Al tener la piel muy blanca y el pelo tan negro se me transparentaba el cuero cabelludo, tan sólo quedaban cabellos con una largura de un milímetro. El barbero subía y subía la herramienta hasta casi tocar las sienes.
Una vez rapado al cero en la parte trasera y los laterales utilizaba otras maquinillas de púas más anchas, de los números uno y dos. Sabía disimular la raya del corte. Por último cogía las tijeras de entresacar, dentadas, para reducir mi abundante aunque corto pelo de la zona superior. Tenía también unas tijeras normales, bastante grandes, y con la ayuda de un peine le daba al corte la forma de un cepillo muy corto. Los cabellos saltaban como si fueran alfiles, al ritmo que marcaba él barbero. Era un hombre tan meticuloso, que repasaba una y otra vez su trabajo.
Finalmente remataba el corte, lo pulía como si fuera un diamante. Cogía una brocha humedecida, ligeramente enjabonada y me la pasaba por la zona de las patillas, los laterales y el cuello. Por último echaba mano a la navaja barbera, creo recordar una con el mango nacarado. Me daba instrucciones para que no me moviese, mientras me inmovilizaba la cabeza con la mano izquierda:
-Ahora quietecito, eh. Te has portado muy bien y has quedado muy guapo, pero si te mueves te puedo cortar las orejas, ni respires.
Yo seguía sus instrucciones al pie de la letra. Notaba el raspado de la navaja en mi cuello. Me lo perfilaba a la perfección. Pero todavía quedaba un detalle importante para terminar con el corte. Cogía una maquinilla manual, más pequeña que las anteriores. La utilizaba para disminuirme el cuello al máximo. No lo podría asegurar pero creo que se trataba de una del dos ceros. De nuevo el cosquilleo en mi cabeza. La sentía deslizarse por mi cogote, reduciendo prácticamente a la nada mi pelo milimétrico.
Finalizaba su trabajo aplicándome un buen masaje capilar con la loción a la quina Flöid. Era generoso al humedecerme la cabeza. El aroma era muy intenso, mentolado, inconfundible. Me peinaba hacia arriba el pelo a cepillo. Una vez despojado de la capa me bajaba del sillón y volvía a ocupar una silla, esperando a que mi padre apareciese. En algunas ocasiones éste aparecía antes de que Anselmo terminara su trabajo. El barbero le pedía su opinión y mi padre solía sugerirle que me metiera más caña.
Mi padre nada más llegar me besaba y sonreía con satisfacción. Me obligaba a ponerme en pie y me revisaba meticulosamente el corte de pelo. Me pasaba la mano por detrás, a contrapelo y el placer que sentía era inmenso, aquella sensación de tener la cabeza como si fuera de terciopelo es algo que no se puede explicar con palabras. Y recibía mi premio, no sin antes interrogar al barbero sobre mi comportamiento:
-El niño ha sido muy bueno y obediente, no me ha dado ningún problema, la verdad. Tenía usted que ver la que me montó el otro día un pimpollo de catorce años. Vino con su padre a la fuerza, casi arrastras. El mozo no quería cortarse el pelo, pretendía copiar a esos melenudos asquerosos que salen en la tele. Pero su padre, que los tiene bien puestos, le dio un par de bofetadas y lo sentó a la fuerza en el sillón. Le metí un buen pelado. Salió de aquí bien aseado…
A Anselmo le escandalizaba la moda del pelo largo. Quizás porque veía peligrar su negocio. Si los jóvenes no se cortaban el pelo con frecuencia y le imitaban los maduros, ¿de qué iba a poder vivir?. Además estaba convencido de las grandes ventajas que tenía el pelo corto para los varones. Era un defensor a ultranza de la estética del aseo, de la higiene masculina.
Y llegaba lo mejor para mí. Mi padre me obsequiaba con dos fascículos de mis tebeos favoritos: uno del Capitán Trueno y otro de Jabato. Los coleccionaba, los leía y releía una y otra vez. Pero al abrir aquellas páginas observaba que los héroes de mi infancia lucían melena al viento y yo por el contrario era un niño pelado a riguroso cepillo parisién.
Al día siguiente, en el colegio, un mar de manos me acariciaban la cabeza. No es que se tratase de burlas crueles, ni mucho menos, pero escuchaba calificativos como pelón, esquilado, rapadillo, etc. Yo hacía lo mismo cuando las víctimas eran otros. Pero siempre existía una casta de privilegiados que no sabían lo que era un corte a maquinilla. En el invierno protegía mi cabeza con los famosos pasamontañas, también llamados verdugos. Se trataba de una prenda de lana, en colores oscuros como el azul marino, gris marengo o verde militar, que protegía a los niños del cruel frío invernal. Cubría la cabeza, las orejas y la garganta. A mí me servía para ocultar a los indiscretos
mi corte de pelo. En clase, por supuesto, me lo quitaba y lucía en todo su esplendor mi esférica cabeza.
En 1973 le llegó la hora de la jubilación al viejo barbero. El local se cerró para siempre. Mi padre, con gran pena, tuvo que buscar otras barberías. Según pasaban los años mi corte de pelo fue perdiendo el rigor de antaño. La estética del pelo largo se fue imponiendo poco a poco, en todas las capas sociales. Y casi sin quererlo mi padre se resigno a que su hijo saliese de la peluquería con las orejas semitapadas. Las viejas maquinillas manuales fueron sustituidas por las eléctricas, quedaron arrinconadas, se empolvaban como fantasmas de un pasado que convenía olvidar. La maquinilla se convirtió en un instrumento maldito, algo que había que ocultar en un cajón y utilizarlo sólo con los señores muy mayores y los soldados o reclutas que preferían ser rapados en peluquerías civiles antes que caer en manos del barbero militar.
Y curiosamente empecé a añorar los antiguos rapados infantiles. Cuando muy de tarde en tarde veía a algún niño con el pelo muy corto o un caballero rapado a cepillo, sentía un fuerte deseo de tocar aquellas suaves cabezas. Cuando tuve suficiente autonomía para caminar solo por las calles empecé a quedarme junto a las puertas de las barberías. Controlaba las entradas y salidas de soldados. Disimulaba al máximo, quería pasar desapercibido, sentía vergüenza de que alguien se enterase de mi morbo por estos temas. Fueron años de deseo, de ansias contenidas. Tuve que esperar a los 19 años y estar en la universidad para conseguir disfrutar de un corte de pelo riguroso. Pero ésta es otra historia.
EL BARBERO MILITAR
viernes, 26 de marzo de 2010
CALOR EN LA MAÑANA
Recuerdo una fría mañana de finales de enero. El año 1972 estaba recién estrenado. Las luces navideñas se habían apagado y fueron reemplazadas por la monotonía diaria. Mi pupitre se encontraba junto a la ventana. Me consideraba un privilegiado porque, además de disfrutar de un ventanal con excelentes vistas, gozaba del confortable calor de la calefacción. Al encontrarme junto al radiador mi cuerpo infantil se adormecía plácidamente, como si se tratase de un sucedáneo de mi cama, la que tanto me costaba abandonar en aquellos días invernales.
Quedaba poco para que el timbre pusiera punto y final a la clase de matemáticas. El hermano Rafael nos había explicado cómo resolver los problemas de cálculo. Debíamos comprender perfectamente cuando había que aplicar la suma, resta, multiplicación o división. Su técnica de enseñanza se basaba en la insistencia. Durante días, de manera machacona, repetía los mismos conceptos; luego nos asediaba con una batería de preguntas. Su dedo índice señalaba a un alumno y éste debía responder con prontitud a sus requerimientos. Si fallaba o titubeaba se acercaba sigilosamente hasta él y le obsequiaba con un bofetón. Repetía la pregunta hasta que acertaba. Jamás se rendía; no admitía que nadie se quedase descolgado en su clase. Todos los alumnos, sin excepción, debíamos adquirir unos conocimientos básicos.
Media hora antes de salir al recreo se me ocurrió la peregrina idea de meterme un bolígrafo Bic en el bolsillo del pantalón; había perdido el capuchón con lo cual estaba aún más desprotegido. No quería que se me olvidada por si lo necesitaba para tachar de mi lista de cromos alguna nueva adquisición. Durante los recreos acostumbrábamos a cambiar cromos de fútbol. En los bolsillos llevaba, junto a la lista, un taco de repetidos prendidos con una goma. El calor que desprendía el radiador era tan agradable que pegué mi muslo izquierdo al mismo. Desde mi ventana contemplaba un descampado en el que crecía la hierba escarchada, cubierta de una fina y brillante capa de hielo. La poca gente que acertaba a pasar por el lugar cubría su cabeza con gorros de lana y se abrigaba el cuello con bufandas. El viento silbaba y movía los chopos desnudos, los mecía a su capricho.
Y al fin sonó el timbre. Ordenadamente fuimos saliendo del aula, no sin antes oír las instrucciones del hermano Rafael:
-Esta mañana, después del recreo, me presentarán en la sala de profesores los cuadernos de caligrafía los siguientes caballeretes: Rubén Alzola y Fernando Infante. Los demás subís a clase y en silencio empezáis a hacer caligrafía; despacito y buena letra. No quiero tener que castigar a nadie. Me presentaré en el aula cuando menos lo esperéis y si pillo a alguien haciendo el burro se acordará de mí; ¿entendido?
Al unísono respondimos:
-Sí hermano Rafael
Y abandonamos el aula bajando las escaleras en perfecta formación. Yo deseaba estar con Garrido porque había prometido traerme un cromo de Lora, el jugador del Sevilla. Pensaba darle a cambio el de Pirri. Garri era un chico dicharachero y simpático, extrovertido y seguro de si mismo. Yo me recuerdo a mí mismo como un muchacho tímido al que le gustaba pasar desapercibido en clase.
No me di cuenta del percance hasta que fui a coger el bolígrafo para tachar el número de mi lista. Garrido puso cara de asombro y exclamó:
-¡Anda la que acabas de hacer! Tienes la mano manchada de azul….
Al contemplar el desaguisado un escalofrío recorrió mi cuerpo. Mi mano izquierda aparecía teñida de un azul intenso y brillante. Me dirigí corriendo al lavabo para poder limpiármela pero inoportunamente sonó el timbre que indicaba el fin del tiempo de descanso. Rápidamente todos los escolares corrimos a gran velocidad a nuestras respectivas filas.
El hermano Rafael tocó el silbato para indicarnos que debíamos permanecer en silencio. En doble fila atravesamos la puerta metálica y llegamos a clase. No supe reaccionar debidamente; con el pañuelo podría haber eliminado la tinta fresca y apenas hubieran quedado restos del percance. Vi a Rubén correr, cuaderno en mano, en dirección a la sala de profesores. Yo debía darme prisa porque al tutor no le gustaba esperar. En un par de minutos acabaría de revisar el trabajo caligráfico de Alzola y me tocaría a mí.
Aceleradamente abrí la tapa del pupitre. En el interior todo se encontraba perfectamente ordenado. El hermano Rafael tenía costumbre de sorprendernos con “la revista inesperada”. No podía aceptar que los alumnos utilizásemos el pupitre como una “guarida” para esconder canicas, cromos y demás menudencias. Y por supuesto perseguía con saña a aquel alumno que convertía el pupitre en una leonera. El primer día de clase escribió en la pizarra, con letra caligráfica y bien grande, su lema preferido: “Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio”. Cuando alguien osaba desobedecerle en esta materia tan fundamental le retorcía las orejas con tanta saña que al pobre muchacho se le saltaban las lágrimas, o probaba una buena ración de “palito mágico”. Tenía una varita de madera que solía utilizar para marcar el ritmo a la hora de repasar en voz alta las tablas matemáticas. También la utilizaba como instrumento de castigo, golpeando con él a diestro y siniestro el cuerpo del discípulo.
Al coger el cuaderno de caligrafía Rubio, con sus tapas de un verde azulado, manché con un borrón espantoso la cubierta; la tinta de mis manos estaba aún fresca. Me hubiera gustado en ese momento ser tragado por la tierra, evaporarme para siempre, ser abducido por algún ser extraterrestre. Cualquier cosa era mejor que tener que presentarme al hermano Rafael con el cuaderno manchado. Para colmo mi amigo Jesús en vez de animarme echó más leña al fuego, me puso más nervioso:
-¡La que acabas de hacer!; ¡se te va a caer el pelo! Macho, no me gustaría estar en tu pellejo ni por todo el oro del mundo. Te va a moler a palos el hermano Rafael, ya lo verás…
Yo era incapaz de articular palabra, las manos me sudaban, la saliva se me secaba en la boca, el corazón estaba acelerado…
Atravesé el pasillo a gran velocidad, como si huyese de mi mismo. Para mis adentros rezaba con gran devoción. Pedí ayuda al Altísimo para que se apiadase de aquel pobre niño, le supliqué algún milagro; tal vez una oportuna llamada telefónica al hermano Rafael que le obligara a ausentarse. Pero tuve que enfrentarme a mi fatal destino. Me crucé con Rubén que caminaba a saltitos, ilusionado. Con nuestro tutor no existía el término medio, o te castigaba con la máxima severidad o te felicitaba efusivamente. Alzola era un chico alegre y dicharachero, bastante infantil en sus comportamientos. En más de una ocasión había probado la amarga medicina del hermano Rafael. Recuerdo que fue precisamente el buen Rubén quién recibió uno de los correctivos más brutales propinados por nuestro amado tutor. El hermano Rafael estaba sentado encima de la mesa; exhibía al completo sus calcetines grises de canalé y aquellas sandalias de franciscano, de tiras cruzadas en piel marrón. De repente, como si fuera un felino al acecho se levantó de su asiento, con cierto sigilo y la mirada centrada en un punto. Cuando pasó junto a mí temblé. En pocos segundos aceleró el paso hasta llegar a los últimos pupitres, los más antiguos, los que tenían un agujero para el tintero y una franja central para colocar las plumas. Allí se encontraba el bueno de Rubén, escribiendo su nombre con el bolígrafo, con letras grandes, caligráficas. Sacaba la lengua mientras realizaba los trazos con la mayor precisión posible. Tan embebido estaba en ello que no se percató del peligro que se le venía encima. Observó la sombra del hermano Rafael y al levantar la cabeza se encontró con su mirada iracunda.
-¿Pero qué te crees que estás haciendo?; ¿quién te crees que eres para estropear así el material escolar? Te voy a dar una buena paliza. Y comenzó a pegar al muchacho de una manera violenta. Éste se levantó de la silla y suplicaba perdón. El miedo hizo acto de presencia en toda la clase; reinaba un silencio sepulcral.
-¡Por favor, no me pegue más!, ¡no lo volveré a hacer, se lo prometo!
Pero el severo tutor no dio muestras de debilidad y siguió golpeándolo, con la “varita mágica”. Se encontraba poseído, como si estuviera en trance.
-¡Te vas a quedar después de clase y lo vas a limpiar con alcohol! ¡Tú vas a aprender la lección, por las buenas o por las malas!
Al día siguiente Jesús y yo contemplamos desde el autobús colegial al bueno de Rubén acompañado de su madre, saltando de alegría y vestido de San José, porque había sido elegido para la representación navideña. El muchacho había superado aquella situación tan violenta. Su infantilismo le ayudó a vencer con facilidad el trauma de la paliza. Daba la sensación de haber olvidado aquel terrible percance. En ese sentido yo era mucho más maduro. Tenía presente en cada momento cómo se las gastaba el hermano Rafael y jamás me tomé ninguna confianza con él, aunque me sonriese de oreja a oreja y me llamase artista. Yo, a mis nueve años, sabía guardar las distancias. En contadas ocasiones fui víctima de sus episodios de ira. Aprendí con rapidez a no tropezar dos veces en la misma piedra.
En las mañanas de lluvia o nieve el aparato represivo del tutor funcionaba a pleno rendimiento. Antes de salir al recreo nos avisaba:
-No quiero que nadie venga mojado a clase. Ateneros a las consecuencias.
Yo me guarecía en el patio cubierto y renunciaba a divertirme en el exterior como otros inconscientes hacían; pensaban los muy ilusos que cinco minutos serían suficientes para secarse. Eran incapaces de intuir el peligro, de evitar el castigo. Y al llegar a clase empezaba la sesión de “secado automático”. El hermano Rafael siempre seguía el mismo ritual:
1- Revisión de cabezas y de zapatos. Ante la duda había que enseñarle el pañuelo por si tenía restos de agua. Nuestro tutor consideraba que era punible cualquier intento de secarse. Su mano, sensible a la humedad, determinaba el alcance de la mojadura.
2- Formación de dos filas: A- “muy mojados”, B- “algo mojados”. Los que sabían protegerse de la lluvia permanecían sentados en sus asientos; yo solía encontrarme entre ellos.
3- Ejecución del castigo, denominado sarcásticamente como “secado automático”. En la tarima del encerado los alumnos “muy mojados”, normalmente la mayoría de la clase, permanecían en silencio, cual reos, a la espera de que se ejecute la sentencia capital. Normalmente se apretujaban por la falta de espacio. El hermano Rafael se remangaba y una diabólica sonrisa se dibujaba en su rostro. Cada alumno recibía dos sonoros bofetones. Y en muchas ocasiones la onda expansiva del tortazo afectaba al compañero. Es decir que era habitual ser obsequiado con dos soplamocos y medio de propina. La tensión se palpaba en el ambiente. Los “algo mojados” tan sólo recibían un cachete, pero tenían que esperar a que les tocara el turno, sufrir hasta el final.
4- Por último recibíamos una paternal reprimenda. El hermano Rafael siempre se justificaba a si mismo:
-Ahora no lo entendéis, pero lo hago por vuestro bien. A mí el maestro, cuando estudiaba en la escuela del pueblo, también me calentaba si me mojaba. Hoy se lo agradezco porque seguramente, con su severidad, evito que cogiera más de una pulmonía; si os mojáis os arriesgáis a pescar un buen catarro y podéis perder días de clase. La próxima vez debéis tener más cuidado…
Yo conocía perfectamente al hermano Rafael. A pesar de mi corta edad intuía que tenía un trastorno de personalidad, algún tipo de frustración que provocaba en él aquellos repentinos ataques de ira. Muchos alumnos reían sus gracias, admiraban su puesta en escena a la hora de impartir las clases. Se comportaban como perrillos falderos moviendo la cola cuando aparece el amo y gimiendo cuando éste les apalea por alguna de sus travesuras. Sin embargo ni a mi amigo Jesús ni a mí nos conseguía engañar con sus camelos. Teníamos siempre presente que se trataba de un hueso duro de roer y que se recreaba cuando practicaba el castigo físico.
Sabía perfectamente lo que se me venía encima. Y en aquel momento pensé en una ilustración del libro de religión en que aparecía Jesús sudando sangre en Getsemaní, mientras suplicaba al Padre Eterno que apartara de Él aquel cáliz. Ya me encontraba junto a la puerta. Me hubiera gustado huir, evadirme para siempre pero finalmente levanté mis dedos temblorosos y toqué con los nudillos la puerta. Una voz fuerte salió del interior
-Adelante, pasa ya…
No existía la costumbre de saludar al profesor. Opté por guardar silencio. Siempre que me encontraba frente a él, a solas, sentía cierto temor. Era tan exigente que el menor fallo podía colocarlo en el disparadero. Pero en aquella ocasión mis temores estaban bien fundados. El hermano Rafael me miró y exclamó:
-¡A ver ese cuaderno! Espero que te hayas esmerado más que en la vez anterior. Debes superarte.
La hora fatal había llegado. Ya no había escapatoria. Me preparé para lo peor e interiormente rezaba para que el castigo fuera lo menos brutal.
-Pero ¿qué es este borrón?; ¿cómo te atreves a presentar así un trabajo?....
Sus gritos me hicieron temblar, no acertaba a articular palabra. Estaba muerto de miedo.
-Es que se me ha escapado la tinta de un bolígrafo…
El proceso inquisitorial había comenzado:
-Estoy esperando a que dejes de gimotear y me expliques eso del bolígrafo. Tengo mucha prisa. Venga, desembucha…
Yo con la voz entrecortada describí lo sucedido. El hermano Rafael hacía aspavientos, demostrando su indignación y me exigió que mientras le hablaba le mirase a los ojos. Mis ojos estaban mojados, a punto de saltárseme las lágrimas. Un gran sentimiento de culpa se apoderó de mí.
-¡Lágrimas de cocodrilo! No vas a conseguir conmoverme. Ahora vamos a poner remedio a la cosa…
Se levantó de su asiento como movido por un resorte y abandonó la estancia a la velocidad del rayo. Yo permanecía en total quietud, no movía ni los músculos de la cara. El respeto y temor hacia el tutor era tan grande que ni me atrevía a poner en tela de juicio sus métodos. Alguna vez, como si se tratase de un acto delictivo, Jesús y yo murmurábamos lo duro que era el hermano, pero nos asegurábamos de que nadie escuchase nuestras críticas, por temor a que le fueran con el soplo. Estaba convencido de que lo que me había ocurrido era algo gravísimo. Pero ¿para qué demonios el tutor había abandonado la sala de profesores como si hubiera sido testigo de una aparición? Empecé a pensar lo peor. Tal vez fuera al despacho del hermano Director y se lo hiciera saber. Don José, así le llamábamos al mandamás del centro, parecía mucho más cariñoso con los alumnos, especialmente con los más pequeños. Pero también me engañó la amplia sonrisa del hermano Rafael el primer día que le conocí, aunque pronto demostró su verdadera personalidad. Los padres solían repetirnos siempre la misma martingala:
-El hermano Rafael si os da un cachete es por vuestro bien, para que hagáis las cosas mejor. Es como vuestro segundo padre.
Sólo un suceso muy grave despertó los recelos y en algunos casos la ira de los padres. Ocurrió dos años antes, cuando el hermano Rafael era nuestro profesor de primero de primaria. El tutor repartió en clase unos papeles, estrechos y alargados, en donde los padres debían comunicar si se habían cambiado de domicilio. Yo me lo guardé en la carpeta y al dárselo a mi madre ésta lo leyó y dijo que no tenía ningún valor. Creo que lo tiramos a la papelera más cercana. Así sucedió con unos veinte compañeros de clase. Los padres entendieron que si no se habían mudado de casa era absurdo escribir la misma dirección en aquel papel. Pero el hermano Rafael veía las cosas de otra manera. Al exigirnos que le entregáramos las notas y ver que la mitad de la clase no las habíamos traído montó en cólera. Sus gritos nos hicieron estremecer. Y tomó una decisión del todo inaceptable:
-Los que no tengan el papel que se vayan ahora mismo de clase, a su casita, y que no aparezcan por el aula hasta que lo traigan, con la dirección bien escrita, ¿entendido? No volváis por aquí…
Veinte niños de entre seis y siete años fuimos abandonados a nuestra propia suerte. La mayoría no conocíamos el camino a nuestra casa, porque nuestros padres se encargaban de llevarnos. Nos enfrentábamos al peligro del tráfico, pudiendo ser atropellados al cruzar la calle; sentimos la sensación de abandono y nos aterraba la idea no poder pisar nunca más el colegio. Caminábamos en grupo, como con miedo a perdernos…
Una luz se iluminó en mi pequeña cabecita, cerca del colegio, estaba la oficina de mi padre. Al mirar a la izquierda vi un cartel anaranjado en el que aparecía escrito nuestro apellido. Yo les dije a mis compañeros de fatigas que tal vez mi padre nos podría ayudar. Una vez dentro del local pregunté por él. Se sorprendió mucho al verme a esas horas de la mañana fuera de clase.
-¿Pero qué pasa, estáis de excursión o algo así?; ¿alguna nueva actividad educativa de esas, para que estéis en la calle?
Yo le expliqué a mi papá lo que había ocurrido, temiendo que me cayera un buen rapapolvo acompañado, tal vez, de algún cachete. Pero reaccionó de una manera un tanto extraña, se quedó pálido. Allí estábamos unos veinte muchachos, como corderitos perdidos, desprotegidos, a merced de la voracidad de los lobos, sin pastor que nos guiase…
Mi padre llamó a casa y mi madre le explicó lo sucedido. Yo no era culpable de nada. Papá me tranquilizó. Llamó a los domicilios de muchos de mis compañeros. En algunos casos no contestaron. Me tranquilicé mucho al saber que la fidelidad absoluta que los padres profesaban al hermano Rafael comenzaba a resquebrajarse. A la media hora una decena de padres, aproximadamente, estaban en la oficina. Cuando llegaban besaban a sus hijos y solían comentar que a aquello no había derecho, que se trataba de un atropello.
-Si a mi hijo le pilla un coche por culpa de ese desaprensivo, es que me lo cargo…
Las madres que habían acudido a la cita decían cosas del tipo:
-Es un Herodes, no se hace algo así con niños tan pequeños. Debemos hacérselo saber a don José…
Como si de una manifestación se tratase acudimos en tropel a la clase. Los padres exigían que diese la cara el tutor pero éste, al ver el cariz que tomaban los acontecimientos, decidió admitirnos de nuevo, como gesto de buena voluntad. Sin embargo la presión de los padres no fue suficiente para que el hermano Rafael se reuniera con ellos. No dio la cara. En casa mi padre aprovechó la hora de la comida para despotricar contra el frailecito.
-No hemos ido al director porque conocemos el corporativismo que existe. Seguro que justifica su comportamiento. Seguro que se tapan unos a otros las vergüenzas. No queremos que cojan a los chicos ojeriza. Por desgracia ellos tienen la sartén por el mango…
Y era ante aquel “Herodes” al que me tenía que enfrentar. Esta vez, para mi desgracia, no contaba con ningún cómplice; yo solo ante el peligro. Se abrió la puerta el hermano Rafael hizo acto de presencia. Venía armado con un bote de alcohol y un paquete de algodón. En aquel tiempo la guata venia envuelta en un papel azul oscuro. Era evidente que había hecho una de sus habituales visitas al botiquín.
-¡A ver!, enséñame el forro del bolsillo en donde te has metido el bolígrafo.
Yo obedecí en silencio y mostré la tela blanca manchada de azul intenso. El tutor puso la misma cara de espanto de quien observa un cadáver en el suelo.
-¡Desastre, más que desastre! Te voy a restregar el forro hasta que te desaparezca la mancha…
Se sentó junto a mí, en una silla de madera, y comenzó concienzudamente con la tarea. Tal vez se conformase con hacer aquello y la cosa no fuese más lejos. Poco a poco dejé de temblar, me tranquilicé. Pero el perfeccionismo del hermano Rafael no le permitía dejarlo a medias. Al poco rompió el silencio para recriminar mi falta de interés:
-La ropa es cara y hay que cuidarla. Le vas a dar un gran disgusto a tu madre. Te va a tener que lavar el pantalón y tal vez ya nunca se quite. Por cierto, seguramente te habrás manchado también el muslo. Me temo que esta tinta ha calado. Bájate los pantalones, voy a comprobarlo.
Yo me quedé pálido, blanco como la pared. En aquella época los muchachos sentíamos una profunda vergüenza cuando teníamos que bajarnos los pantalones. Era algo humillante y vergonzante. Teníamos un sentido del pudor muy desarrollado. Pero el tutor no se anduvo con chiquitas:
-¡O te bajas los pantalones ahora mismo o te los arranco yo! Elige tú mismo…
Cabizbajo y angustiado me desabroché el cinturón y me solté el botón. Ante mi timidez el hermano me acercó hasta su regazo y me los bajo hasta los tobillos. Me quedé delante de mi tutor en ropa interior. En aquel tiempo al slip se le conocía popularmente como braslip; en realidad se trataba de una marca comercial registrada por Ocean; eran blancos, altos de cintura, con goma y bragueta. Hacían juego con la camiseta de tirantes; las dos prendas estaban confeccionadas en algodón. Creo recordar que los que ese día llevaba unos de la marca Hedea. Mi padre era comercial e intimo amigo del representante y solía obsequiarle con prendas para mí. Casi todos los que le regalaban eran de punto calado, con agujeritos y, a pesar del frío, los usaba incluso en invierno. También recuerdo que usaba unos calcetines altos, de hilo, en color gris oscuro y con canalé, de la marca Punto Blanco, muy parecidos a los que utilizaba el hermano Rafael.
El aroma a alcohol cada vez era más fuerte. El tutor no escatima a la hora de aplicarlo sobre el algodón y frotaba con gran fuerza, dejándome la piel cada vez más enrojecida. Constantemente murmuraba contra mí. Por fin dio por terminada la tarea. Pero lo más humillante estaba aún por llegar:
-Te voy a castigar con severidad. Te lo mereces. Así cuidarás la ropa mucho más. Haz el favor de poner el culo en pompa.
Yo no entendí aquella expresión, le miré con perplejidad. El fraile se levantó de su asiento y me demostró como debía colocarme.
-Así te tienes que poner, con el pompis hacia mí. Te voy a calentar el trasero, para que no sientas frío.
Y yo me incliné hacia adelante y puse las nalgas mirando hacia mi tutor. Me pareció estar viviendo un sueño; aquello no podía ser real. El hermano Rafael acostumbraba a pegarnos bofetones, de los que te anestesian la cara, o utilizaba el palito mágico a diestro y siniestro. Aquel castigo era completamente nuevo. Algo verdaderamente humillante. Me iba a azotar el culo como a un niño pequeño. Temí que alguno de mis compañeros se enterara de lo ocurrido. Tal vez sufriría burlas crueles. Repetirían en voz alta la frase “el hermano Rafael te ha pegado en el culo”, “el hermano Rafael te ha pegado en el culo”…
Y así fue. De repente sentí su mano golpear mis nalgas, con el braslip calado puesto, y un sonido seco acompañaba cada azote:
-Plas, plas, plas…
Y empecé a sentir algo muy extraño. Cualquiera de mis compañeros hubiera sentido una profunda vergüenza y un sentimiento de culpa. Pero curiosamente cada azote que recibía me producía placer. Yo colocaba el culo lo más empinado posible y contraía las nalgas. El hermano Rafael levantaba la mano y acompasadamente la estrellaba contra mis infantiles glúteos. Pude ver sus piernas abiertas, con los pantalones grises recogidos, exhibiendo sus calcetines de canalé grises, muy parecidos a los míos. Yo suspiraba, fingiendo una pena que no sentía. Aquellos azotes dolían poco, tal vez porque el grueso algodón del braslip me protegía la piel.
-Plas, plas, plas, ¡para que aprendas!
El castigo había terminado. Me pidió que me diese la vuelta y me dio instrucciones para vestirme correctamente. Me quedó como recuerdo un ligerísimo escozor. No puede ver si mi culito estaba rojo.
-Eres un auténtico desastre vistiendo. Métete la camiseta por entre los calzoncillos…
Al parecer no lo hice con la meticulosidad y perfección que él buscaba y decidió ayudarme.
-Me está pareciendo que mamá no te ha enseñado a hacerlo. Ven aquí que te estire esa camiseta, siempre debe ir por dentro del braslip .
Luego me pidió que me colocara bien los calcetines, pero no me permitió ejecutar su orden, me los subió hasta la rodilla. Acto seguido hizo lo mismo con los de él. Me quedé hipnotizado viendo aquellas potentes pantorrillas cubiertas por los calcetines de canalé.
-Nunca se deben llevar los calcetines caídos, debes subírtelos, ¿de acuerdo?...
Yo comencé a fingir pesadumbre y arrepentimiento. Lo mío era una pura comedia, porque por primera vez los castigos del hermano Rafael me habían proporcionado placer. Comencé a respirar como si estuviese sollozando y de repente la furia del tutor se convirtió en compasión.
-Vamos Fernando, que ya ha pasado todo. Te he castigado de esta forma para que jamás te vuelvas a meter un bolígrafo en el bolsillo. Te voy a dar un cuaderno nuevo y un bolígrafo Bic, de los de punta fina, y borrón y cuenta nueva, nunca mejor dicho, je, je, je…
El tutor se sintió culpable, sabía que se había excedido al aplicarme el castigo. Al fin y al cabo se trataba de un accidente, algo que le puede ocurrir a cualquiera. Pero no sabía dominarse, le cegaba la ira, cuando algo le disgustaba se le nublaba el entendimiento y no podía reprimir su sed de violencia. Tal vez por ese motivo, cuando se confesaba a la vez que nosotros tardaba tanto en abandonar el confesionario. Jesús y yo lo comentábamos. Muchos debían ser los pecados del hermano Rafael para entretener de aquella manera al padre Mendizábal. Ahora me lo imagino, compungido y sudoroso, describiéndole con detalle sus ataques de cólera, los malos tratos que propinaba a su joven alumnado. Con la perspectiva que da el paso de los años me doy cuenta de que ni mis compañeros ni yo éramos merecedores de aquellas bofetadas.
El hermano Rafael puso mucho énfasis en que no contase a nadie lo sucedido en aquella sala de profesores:
-Esta azotaina que has recibido, y que te la tienes bien merecida, será nuestro secreto. No les digas nada a tus padres porque no lo entenderían y menos a tus compañeros de clase, se burlarían de ti. Sé que eres un buen chaval, dócil y obediente, pero debes poner más interés y ser más cuidadoso. Sécate las lágrimas con el pañuelo. Un chavalote como tú no debe llorar. Ya ha pasado todo…
Los días posteriores a la zurra el hermano Rafael se mostró especialmente benevolente conmigo. Recuerdo que al día siguiente acudí a clase con el pelo cortado a riguroso cepillo parisién. Un pelado hecho por un señor mayor a base de maquinilla de mano. El tutor se me acercó para ver cómo realizaba un dibujo y me pasó la mano por detrás, a contrapelo. Sentí una sensación extraña, un placer inmenso. Y me sonrió mientras me acariciaba la cabeza:
-Así me cortaban a mí el pelo de pequeño. Me cobraban una peseta. Bien corto, bien corto, eh…
A partir del día en que recibí la zurra mi vida cambió. Por las noches, metido en la cama, restregaba contra las sábanas mis genitales, buscaba el placer acordándome de los azotes en el culo con que me obsequió el hermano Rafael. Deseaba, más que nada en el mundo, volver a ser castigado por él de aquella manera pero jamás se repitió nada parecido. Alguna bofetada me cayó, poca cosa, y no sentí ningún morbo. Creo sinceramente que aquello fue un arrebato de ira, una salida de tono, de las muchas que tenía mi tutor. Seguro que se arrepintió de humillarme así, gratuitamente, por algo que tampoco era tan grave. Tal vez le contase en confesión al padre Mendizábal lo sucedido y éste le dijese que un niño de nueve años tiene su dignidad y que los castigos deben ser proporcionales a la falta. Seguro que a aquel cura bonachón le pareció un despropósito maltratar a un pequeño inocente por algo tan insignificante como un borrón en un cuaderno.
Durante muchos años he guardado en mi interior esta experiencia disciplinaria, como si fuera un secreto, pensando que era el único en el mundo que sentía placer con estas cosas. Ahora quiero compartirlo con todos los amantes del spanking. Y sobre todo hago hincapié en una cosa: lo que os cuento en estas páginas es la pura verdad. Sucedió tal y como lo narro. He cambiado los nombres por respetar la privacidad de las personas.
EL BARBERO MILITAR.
Recuerdo una fría mañana de finales de enero. El año 1972 estaba recién estrenado. Las luces navideñas se habían apagado y fueron reemplazadas por la monotonía diaria. Mi pupitre se encontraba junto a la ventana. Me consideraba un privilegiado porque, además de disfrutar de un ventanal con excelentes vistas, gozaba del confortable calor de la calefacción. Al encontrarme junto al radiador mi cuerpo infantil se adormecía plácidamente, como si se tratase de un sucedáneo de mi cama, la que tanto me costaba abandonar en aquellos días invernales.
Quedaba poco para que el timbre pusiera punto y final a la clase de matemáticas. El hermano Rafael nos había explicado cómo resolver los problemas de cálculo. Debíamos comprender perfectamente cuando había que aplicar la suma, resta, multiplicación o división. Su técnica de enseñanza se basaba en la insistencia. Durante días, de manera machacona, repetía los mismos conceptos; luego nos asediaba con una batería de preguntas. Su dedo índice señalaba a un alumno y éste debía responder con prontitud a sus requerimientos. Si fallaba o titubeaba se acercaba sigilosamente hasta él y le obsequiaba con un bofetón. Repetía la pregunta hasta que acertaba. Jamás se rendía; no admitía que nadie se quedase descolgado en su clase. Todos los alumnos, sin excepción, debíamos adquirir unos conocimientos básicos.
Media hora antes de salir al recreo se me ocurrió la peregrina idea de meterme un bolígrafo Bic en el bolsillo del pantalón; había perdido el capuchón con lo cual estaba aún más desprotegido. No quería que se me olvidada por si lo necesitaba para tachar de mi lista de cromos alguna nueva adquisición. Durante los recreos acostumbrábamos a cambiar cromos de fútbol. En los bolsillos llevaba, junto a la lista, un taco de repetidos prendidos con una goma. El calor que desprendía el radiador era tan agradable que pegué mi muslo izquierdo al mismo. Desde mi ventana contemplaba un descampado en el que crecía la hierba escarchada, cubierta de una fina y brillante capa de hielo. La poca gente que acertaba a pasar por el lugar cubría su cabeza con gorros de lana y se abrigaba el cuello con bufandas. El viento silbaba y movía los chopos desnudos, los mecía a su capricho.
Y al fin sonó el timbre. Ordenadamente fuimos saliendo del aula, no sin antes oír las instrucciones del hermano Rafael:
-Esta mañana, después del recreo, me presentarán en la sala de profesores los cuadernos de caligrafía los siguientes caballeretes: Rubén Alzola y Fernando Infante. Los demás subís a clase y en silencio empezáis a hacer caligrafía; despacito y buena letra. No quiero tener que castigar a nadie. Me presentaré en el aula cuando menos lo esperéis y si pillo a alguien haciendo el burro se acordará de mí; ¿entendido?
Al unísono respondimos:
-Sí hermano Rafael
Y abandonamos el aula bajando las escaleras en perfecta formación. Yo deseaba estar con Garrido porque había prometido traerme un cromo de Lora, el jugador del Sevilla. Pensaba darle a cambio el de Pirri. Garri era un chico dicharachero y simpático, extrovertido y seguro de si mismo. Yo me recuerdo a mí mismo como un muchacho tímido al que le gustaba pasar desapercibido en clase.
No me di cuenta del percance hasta que fui a coger el bolígrafo para tachar el número de mi lista. Garrido puso cara de asombro y exclamó:
-¡Anda la que acabas de hacer! Tienes la mano manchada de azul….
Al contemplar el desaguisado un escalofrío recorrió mi cuerpo. Mi mano izquierda aparecía teñida de un azul intenso y brillante. Me dirigí corriendo al lavabo para poder limpiármela pero inoportunamente sonó el timbre que indicaba el fin del tiempo de descanso. Rápidamente todos los escolares corrimos a gran velocidad a nuestras respectivas filas.
El hermano Rafael tocó el silbato para indicarnos que debíamos permanecer en silencio. En doble fila atravesamos la puerta metálica y llegamos a clase. No supe reaccionar debidamente; con el pañuelo podría haber eliminado la tinta fresca y apenas hubieran quedado restos del percance. Vi a Rubén correr, cuaderno en mano, en dirección a la sala de profesores. Yo debía darme prisa porque al tutor no le gustaba esperar. En un par de minutos acabaría de revisar el trabajo caligráfico de Alzola y me tocaría a mí.
Aceleradamente abrí la tapa del pupitre. En el interior todo se encontraba perfectamente ordenado. El hermano Rafael tenía costumbre de sorprendernos con “la revista inesperada”. No podía aceptar que los alumnos utilizásemos el pupitre como una “guarida” para esconder canicas, cromos y demás menudencias. Y por supuesto perseguía con saña a aquel alumno que convertía el pupitre en una leonera. El primer día de clase escribió en la pizarra, con letra caligráfica y bien grande, su lema preferido: “Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio”. Cuando alguien osaba desobedecerle en esta materia tan fundamental le retorcía las orejas con tanta saña que al pobre muchacho se le saltaban las lágrimas, o probaba una buena ración de “palito mágico”. Tenía una varita de madera que solía utilizar para marcar el ritmo a la hora de repasar en voz alta las tablas matemáticas. También la utilizaba como instrumento de castigo, golpeando con él a diestro y siniestro el cuerpo del discípulo.
Al coger el cuaderno de caligrafía Rubio, con sus tapas de un verde azulado, manché con un borrón espantoso la cubierta; la tinta de mis manos estaba aún fresca. Me hubiera gustado en ese momento ser tragado por la tierra, evaporarme para siempre, ser abducido por algún ser extraterrestre. Cualquier cosa era mejor que tener que presentarme al hermano Rafael con el cuaderno manchado. Para colmo mi amigo Jesús en vez de animarme echó más leña al fuego, me puso más nervioso:
-¡La que acabas de hacer!; ¡se te va a caer el pelo! Macho, no me gustaría estar en tu pellejo ni por todo el oro del mundo. Te va a moler a palos el hermano Rafael, ya lo verás…
Yo era incapaz de articular palabra, las manos me sudaban, la saliva se me secaba en la boca, el corazón estaba acelerado…
Atravesé el pasillo a gran velocidad, como si huyese de mi mismo. Para mis adentros rezaba con gran devoción. Pedí ayuda al Altísimo para que se apiadase de aquel pobre niño, le supliqué algún milagro; tal vez una oportuna llamada telefónica al hermano Rafael que le obligara a ausentarse. Pero tuve que enfrentarme a mi fatal destino. Me crucé con Rubén que caminaba a saltitos, ilusionado. Con nuestro tutor no existía el término medio, o te castigaba con la máxima severidad o te felicitaba efusivamente. Alzola era un chico alegre y dicharachero, bastante infantil en sus comportamientos. En más de una ocasión había probado la amarga medicina del hermano Rafael. Recuerdo que fue precisamente el buen Rubén quién recibió uno de los correctivos más brutales propinados por nuestro amado tutor. El hermano Rafael estaba sentado encima de la mesa; exhibía al completo sus calcetines grises de canalé y aquellas sandalias de franciscano, de tiras cruzadas en piel marrón. De repente, como si fuera un felino al acecho se levantó de su asiento, con cierto sigilo y la mirada centrada en un punto. Cuando pasó junto a mí temblé. En pocos segundos aceleró el paso hasta llegar a los últimos pupitres, los más antiguos, los que tenían un agujero para el tintero y una franja central para colocar las plumas. Allí se encontraba el bueno de Rubén, escribiendo su nombre con el bolígrafo, con letras grandes, caligráficas. Sacaba la lengua mientras realizaba los trazos con la mayor precisión posible. Tan embebido estaba en ello que no se percató del peligro que se le venía encima. Observó la sombra del hermano Rafael y al levantar la cabeza se encontró con su mirada iracunda.
-¿Pero qué te crees que estás haciendo?; ¿quién te crees que eres para estropear así el material escolar? Te voy a dar una buena paliza. Y comenzó a pegar al muchacho de una manera violenta. Éste se levantó de la silla y suplicaba perdón. El miedo hizo acto de presencia en toda la clase; reinaba un silencio sepulcral.
-¡Por favor, no me pegue más!, ¡no lo volveré a hacer, se lo prometo!
Pero el severo tutor no dio muestras de debilidad y siguió golpeándolo, con la “varita mágica”. Se encontraba poseído, como si estuviera en trance.
-¡Te vas a quedar después de clase y lo vas a limpiar con alcohol! ¡Tú vas a aprender la lección, por las buenas o por las malas!
Al día siguiente Jesús y yo contemplamos desde el autobús colegial al bueno de Rubén acompañado de su madre, saltando de alegría y vestido de San José, porque había sido elegido para la representación navideña. El muchacho había superado aquella situación tan violenta. Su infantilismo le ayudó a vencer con facilidad el trauma de la paliza. Daba la sensación de haber olvidado aquel terrible percance. En ese sentido yo era mucho más maduro. Tenía presente en cada momento cómo se las gastaba el hermano Rafael y jamás me tomé ninguna confianza con él, aunque me sonriese de oreja a oreja y me llamase artista. Yo, a mis nueve años, sabía guardar las distancias. En contadas ocasiones fui víctima de sus episodios de ira. Aprendí con rapidez a no tropezar dos veces en la misma piedra.
En las mañanas de lluvia o nieve el aparato represivo del tutor funcionaba a pleno rendimiento. Antes de salir al recreo nos avisaba:
-No quiero que nadie venga mojado a clase. Ateneros a las consecuencias.
Yo me guarecía en el patio cubierto y renunciaba a divertirme en el exterior como otros inconscientes hacían; pensaban los muy ilusos que cinco minutos serían suficientes para secarse. Eran incapaces de intuir el peligro, de evitar el castigo. Y al llegar a clase empezaba la sesión de “secado automático”. El hermano Rafael siempre seguía el mismo ritual:
1- Revisión de cabezas y de zapatos. Ante la duda había que enseñarle el pañuelo por si tenía restos de agua. Nuestro tutor consideraba que era punible cualquier intento de secarse. Su mano, sensible a la humedad, determinaba el alcance de la mojadura.
2- Formación de dos filas: A- “muy mojados”, B- “algo mojados”. Los que sabían protegerse de la lluvia permanecían sentados en sus asientos; yo solía encontrarme entre ellos.
3- Ejecución del castigo, denominado sarcásticamente como “secado automático”. En la tarima del encerado los alumnos “muy mojados”, normalmente la mayoría de la clase, permanecían en silencio, cual reos, a la espera de que se ejecute la sentencia capital. Normalmente se apretujaban por la falta de espacio. El hermano Rafael se remangaba y una diabólica sonrisa se dibujaba en su rostro. Cada alumno recibía dos sonoros bofetones. Y en muchas ocasiones la onda expansiva del tortazo afectaba al compañero. Es decir que era habitual ser obsequiado con dos soplamocos y medio de propina. La tensión se palpaba en el ambiente. Los “algo mojados” tan sólo recibían un cachete, pero tenían que esperar a que les tocara el turno, sufrir hasta el final.
4- Por último recibíamos una paternal reprimenda. El hermano Rafael siempre se justificaba a si mismo:
-Ahora no lo entendéis, pero lo hago por vuestro bien. A mí el maestro, cuando estudiaba en la escuela del pueblo, también me calentaba si me mojaba. Hoy se lo agradezco porque seguramente, con su severidad, evito que cogiera más de una pulmonía; si os mojáis os arriesgáis a pescar un buen catarro y podéis perder días de clase. La próxima vez debéis tener más cuidado…
Yo conocía perfectamente al hermano Rafael. A pesar de mi corta edad intuía que tenía un trastorno de personalidad, algún tipo de frustración que provocaba en él aquellos repentinos ataques de ira. Muchos alumnos reían sus gracias, admiraban su puesta en escena a la hora de impartir las clases. Se comportaban como perrillos falderos moviendo la cola cuando aparece el amo y gimiendo cuando éste les apalea por alguna de sus travesuras. Sin embargo ni a mi amigo Jesús ni a mí nos conseguía engañar con sus camelos. Teníamos siempre presente que se trataba de un hueso duro de roer y que se recreaba cuando practicaba el castigo físico.
Sabía perfectamente lo que se me venía encima. Y en aquel momento pensé en una ilustración del libro de religión en que aparecía Jesús sudando sangre en Getsemaní, mientras suplicaba al Padre Eterno que apartara de Él aquel cáliz. Ya me encontraba junto a la puerta. Me hubiera gustado huir, evadirme para siempre pero finalmente levanté mis dedos temblorosos y toqué con los nudillos la puerta. Una voz fuerte salió del interior
-Adelante, pasa ya…
No existía la costumbre de saludar al profesor. Opté por guardar silencio. Siempre que me encontraba frente a él, a solas, sentía cierto temor. Era tan exigente que el menor fallo podía colocarlo en el disparadero. Pero en aquella ocasión mis temores estaban bien fundados. El hermano Rafael me miró y exclamó:
-¡A ver ese cuaderno! Espero que te hayas esmerado más que en la vez anterior. Debes superarte.
La hora fatal había llegado. Ya no había escapatoria. Me preparé para lo peor e interiormente rezaba para que el castigo fuera lo menos brutal.
-Pero ¿qué es este borrón?; ¿cómo te atreves a presentar así un trabajo?....
Sus gritos me hicieron temblar, no acertaba a articular palabra. Estaba muerto de miedo.
-Es que se me ha escapado la tinta de un bolígrafo…
El proceso inquisitorial había comenzado:
-Estoy esperando a que dejes de gimotear y me expliques eso del bolígrafo. Tengo mucha prisa. Venga, desembucha…
Yo con la voz entrecortada describí lo sucedido. El hermano Rafael hacía aspavientos, demostrando su indignación y me exigió que mientras le hablaba le mirase a los ojos. Mis ojos estaban mojados, a punto de saltárseme las lágrimas. Un gran sentimiento de culpa se apoderó de mí.
-¡Lágrimas de cocodrilo! No vas a conseguir conmoverme. Ahora vamos a poner remedio a la cosa…
Se levantó de su asiento como movido por un resorte y abandonó la estancia a la velocidad del rayo. Yo permanecía en total quietud, no movía ni los músculos de la cara. El respeto y temor hacia el tutor era tan grande que ni me atrevía a poner en tela de juicio sus métodos. Alguna vez, como si se tratase de un acto delictivo, Jesús y yo murmurábamos lo duro que era el hermano, pero nos asegurábamos de que nadie escuchase nuestras críticas, por temor a que le fueran con el soplo. Estaba convencido de que lo que me había ocurrido era algo gravísimo. Pero ¿para qué demonios el tutor había abandonado la sala de profesores como si hubiera sido testigo de una aparición? Empecé a pensar lo peor. Tal vez fuera al despacho del hermano Director y se lo hiciera saber. Don José, así le llamábamos al mandamás del centro, parecía mucho más cariñoso con los alumnos, especialmente con los más pequeños. Pero también me engañó la amplia sonrisa del hermano Rafael el primer día que le conocí, aunque pronto demostró su verdadera personalidad. Los padres solían repetirnos siempre la misma martingala:
-El hermano Rafael si os da un cachete es por vuestro bien, para que hagáis las cosas mejor. Es como vuestro segundo padre.
Sólo un suceso muy grave despertó los recelos y en algunos casos la ira de los padres. Ocurrió dos años antes, cuando el hermano Rafael era nuestro profesor de primero de primaria. El tutor repartió en clase unos papeles, estrechos y alargados, en donde los padres debían comunicar si se habían cambiado de domicilio. Yo me lo guardé en la carpeta y al dárselo a mi madre ésta lo leyó y dijo que no tenía ningún valor. Creo que lo tiramos a la papelera más cercana. Así sucedió con unos veinte compañeros de clase. Los padres entendieron que si no se habían mudado de casa era absurdo escribir la misma dirección en aquel papel. Pero el hermano Rafael veía las cosas de otra manera. Al exigirnos que le entregáramos las notas y ver que la mitad de la clase no las habíamos traído montó en cólera. Sus gritos nos hicieron estremecer. Y tomó una decisión del todo inaceptable:
-Los que no tengan el papel que se vayan ahora mismo de clase, a su casita, y que no aparezcan por el aula hasta que lo traigan, con la dirección bien escrita, ¿entendido? No volváis por aquí…
Veinte niños de entre seis y siete años fuimos abandonados a nuestra propia suerte. La mayoría no conocíamos el camino a nuestra casa, porque nuestros padres se encargaban de llevarnos. Nos enfrentábamos al peligro del tráfico, pudiendo ser atropellados al cruzar la calle; sentimos la sensación de abandono y nos aterraba la idea no poder pisar nunca más el colegio. Caminábamos en grupo, como con miedo a perdernos…
Una luz se iluminó en mi pequeña cabecita, cerca del colegio, estaba la oficina de mi padre. Al mirar a la izquierda vi un cartel anaranjado en el que aparecía escrito nuestro apellido. Yo les dije a mis compañeros de fatigas que tal vez mi padre nos podría ayudar. Una vez dentro del local pregunté por él. Se sorprendió mucho al verme a esas horas de la mañana fuera de clase.
-¿Pero qué pasa, estáis de excursión o algo así?; ¿alguna nueva actividad educativa de esas, para que estéis en la calle?
Yo le expliqué a mi papá lo que había ocurrido, temiendo que me cayera un buen rapapolvo acompañado, tal vez, de algún cachete. Pero reaccionó de una manera un tanto extraña, se quedó pálido. Allí estábamos unos veinte muchachos, como corderitos perdidos, desprotegidos, a merced de la voracidad de los lobos, sin pastor que nos guiase…
Mi padre llamó a casa y mi madre le explicó lo sucedido. Yo no era culpable de nada. Papá me tranquilizó. Llamó a los domicilios de muchos de mis compañeros. En algunos casos no contestaron. Me tranquilicé mucho al saber que la fidelidad absoluta que los padres profesaban al hermano Rafael comenzaba a resquebrajarse. A la media hora una decena de padres, aproximadamente, estaban en la oficina. Cuando llegaban besaban a sus hijos y solían comentar que a aquello no había derecho, que se trataba de un atropello.
-Si a mi hijo le pilla un coche por culpa de ese desaprensivo, es que me lo cargo…
Las madres que habían acudido a la cita decían cosas del tipo:
-Es un Herodes, no se hace algo así con niños tan pequeños. Debemos hacérselo saber a don José…
Como si de una manifestación se tratase acudimos en tropel a la clase. Los padres exigían que diese la cara el tutor pero éste, al ver el cariz que tomaban los acontecimientos, decidió admitirnos de nuevo, como gesto de buena voluntad. Sin embargo la presión de los padres no fue suficiente para que el hermano Rafael se reuniera con ellos. No dio la cara. En casa mi padre aprovechó la hora de la comida para despotricar contra el frailecito.
-No hemos ido al director porque conocemos el corporativismo que existe. Seguro que justifica su comportamiento. Seguro que se tapan unos a otros las vergüenzas. No queremos que cojan a los chicos ojeriza. Por desgracia ellos tienen la sartén por el mango…
Y era ante aquel “Herodes” al que me tenía que enfrentar. Esta vez, para mi desgracia, no contaba con ningún cómplice; yo solo ante el peligro. Se abrió la puerta el hermano Rafael hizo acto de presencia. Venía armado con un bote de alcohol y un paquete de algodón. En aquel tiempo la guata venia envuelta en un papel azul oscuro. Era evidente que había hecho una de sus habituales visitas al botiquín.
-¡A ver!, enséñame el forro del bolsillo en donde te has metido el bolígrafo.
Yo obedecí en silencio y mostré la tela blanca manchada de azul intenso. El tutor puso la misma cara de espanto de quien observa un cadáver en el suelo.
-¡Desastre, más que desastre! Te voy a restregar el forro hasta que te desaparezca la mancha…
Se sentó junto a mí, en una silla de madera, y comenzó concienzudamente con la tarea. Tal vez se conformase con hacer aquello y la cosa no fuese más lejos. Poco a poco dejé de temblar, me tranquilicé. Pero el perfeccionismo del hermano Rafael no le permitía dejarlo a medias. Al poco rompió el silencio para recriminar mi falta de interés:
-La ropa es cara y hay que cuidarla. Le vas a dar un gran disgusto a tu madre. Te va a tener que lavar el pantalón y tal vez ya nunca se quite. Por cierto, seguramente te habrás manchado también el muslo. Me temo que esta tinta ha calado. Bájate los pantalones, voy a comprobarlo.
Yo me quedé pálido, blanco como la pared. En aquella época los muchachos sentíamos una profunda vergüenza cuando teníamos que bajarnos los pantalones. Era algo humillante y vergonzante. Teníamos un sentido del pudor muy desarrollado. Pero el tutor no se anduvo con chiquitas:
-¡O te bajas los pantalones ahora mismo o te los arranco yo! Elige tú mismo…
Cabizbajo y angustiado me desabroché el cinturón y me solté el botón. Ante mi timidez el hermano me acercó hasta su regazo y me los bajo hasta los tobillos. Me quedé delante de mi tutor en ropa interior. En aquel tiempo al slip se le conocía popularmente como braslip; en realidad se trataba de una marca comercial registrada por Ocean; eran blancos, altos de cintura, con goma y bragueta. Hacían juego con la camiseta de tirantes; las dos prendas estaban confeccionadas en algodón. Creo recordar que los que ese día llevaba unos de la marca Hedea. Mi padre era comercial e intimo amigo del representante y solía obsequiarle con prendas para mí. Casi todos los que le regalaban eran de punto calado, con agujeritos y, a pesar del frío, los usaba incluso en invierno. También recuerdo que usaba unos calcetines altos, de hilo, en color gris oscuro y con canalé, de la marca Punto Blanco, muy parecidos a los que utilizaba el hermano Rafael.
El aroma a alcohol cada vez era más fuerte. El tutor no escatima a la hora de aplicarlo sobre el algodón y frotaba con gran fuerza, dejándome la piel cada vez más enrojecida. Constantemente murmuraba contra mí. Por fin dio por terminada la tarea. Pero lo más humillante estaba aún por llegar:
-Te voy a castigar con severidad. Te lo mereces. Así cuidarás la ropa mucho más. Haz el favor de poner el culo en pompa.
Yo no entendí aquella expresión, le miré con perplejidad. El fraile se levantó de su asiento y me demostró como debía colocarme.
-Así te tienes que poner, con el pompis hacia mí. Te voy a calentar el trasero, para que no sientas frío.
Y yo me incliné hacia adelante y puse las nalgas mirando hacia mi tutor. Me pareció estar viviendo un sueño; aquello no podía ser real. El hermano Rafael acostumbraba a pegarnos bofetones, de los que te anestesian la cara, o utilizaba el palito mágico a diestro y siniestro. Aquel castigo era completamente nuevo. Algo verdaderamente humillante. Me iba a azotar el culo como a un niño pequeño. Temí que alguno de mis compañeros se enterara de lo ocurrido. Tal vez sufriría burlas crueles. Repetirían en voz alta la frase “el hermano Rafael te ha pegado en el culo”, “el hermano Rafael te ha pegado en el culo”…
Y así fue. De repente sentí su mano golpear mis nalgas, con el braslip calado puesto, y un sonido seco acompañaba cada azote:
-Plas, plas, plas…
Y empecé a sentir algo muy extraño. Cualquiera de mis compañeros hubiera sentido una profunda vergüenza y un sentimiento de culpa. Pero curiosamente cada azote que recibía me producía placer. Yo colocaba el culo lo más empinado posible y contraía las nalgas. El hermano Rafael levantaba la mano y acompasadamente la estrellaba contra mis infantiles glúteos. Pude ver sus piernas abiertas, con los pantalones grises recogidos, exhibiendo sus calcetines de canalé grises, muy parecidos a los míos. Yo suspiraba, fingiendo una pena que no sentía. Aquellos azotes dolían poco, tal vez porque el grueso algodón del braslip me protegía la piel.
-Plas, plas, plas, ¡para que aprendas!
El castigo había terminado. Me pidió que me diese la vuelta y me dio instrucciones para vestirme correctamente. Me quedó como recuerdo un ligerísimo escozor. No puede ver si mi culito estaba rojo.
-Eres un auténtico desastre vistiendo. Métete la camiseta por entre los calzoncillos…
Al parecer no lo hice con la meticulosidad y perfección que él buscaba y decidió ayudarme.
-Me está pareciendo que mamá no te ha enseñado a hacerlo. Ven aquí que te estire esa camiseta, siempre debe ir por dentro del braslip .
Luego me pidió que me colocara bien los calcetines, pero no me permitió ejecutar su orden, me los subió hasta la rodilla. Acto seguido hizo lo mismo con los de él. Me quedé hipnotizado viendo aquellas potentes pantorrillas cubiertas por los calcetines de canalé.
-Nunca se deben llevar los calcetines caídos, debes subírtelos, ¿de acuerdo?...
Yo comencé a fingir pesadumbre y arrepentimiento. Lo mío era una pura comedia, porque por primera vez los castigos del hermano Rafael me habían proporcionado placer. Comencé a respirar como si estuviese sollozando y de repente la furia del tutor se convirtió en compasión.
-Vamos Fernando, que ya ha pasado todo. Te he castigado de esta forma para que jamás te vuelvas a meter un bolígrafo en el bolsillo. Te voy a dar un cuaderno nuevo y un bolígrafo Bic, de los de punta fina, y borrón y cuenta nueva, nunca mejor dicho, je, je, je…
El tutor se sintió culpable, sabía que se había excedido al aplicarme el castigo. Al fin y al cabo se trataba de un accidente, algo que le puede ocurrir a cualquiera. Pero no sabía dominarse, le cegaba la ira, cuando algo le disgustaba se le nublaba el entendimiento y no podía reprimir su sed de violencia. Tal vez por ese motivo, cuando se confesaba a la vez que nosotros tardaba tanto en abandonar el confesionario. Jesús y yo lo comentábamos. Muchos debían ser los pecados del hermano Rafael para entretener de aquella manera al padre Mendizábal. Ahora me lo imagino, compungido y sudoroso, describiéndole con detalle sus ataques de cólera, los malos tratos que propinaba a su joven alumnado. Con la perspectiva que da el paso de los años me doy cuenta de que ni mis compañeros ni yo éramos merecedores de aquellas bofetadas.
El hermano Rafael puso mucho énfasis en que no contase a nadie lo sucedido en aquella sala de profesores:
-Esta azotaina que has recibido, y que te la tienes bien merecida, será nuestro secreto. No les digas nada a tus padres porque no lo entenderían y menos a tus compañeros de clase, se burlarían de ti. Sé que eres un buen chaval, dócil y obediente, pero debes poner más interés y ser más cuidadoso. Sécate las lágrimas con el pañuelo. Un chavalote como tú no debe llorar. Ya ha pasado todo…
Los días posteriores a la zurra el hermano Rafael se mostró especialmente benevolente conmigo. Recuerdo que al día siguiente acudí a clase con el pelo cortado a riguroso cepillo parisién. Un pelado hecho por un señor mayor a base de maquinilla de mano. El tutor se me acercó para ver cómo realizaba un dibujo y me pasó la mano por detrás, a contrapelo. Sentí una sensación extraña, un placer inmenso. Y me sonrió mientras me acariciaba la cabeza:
-Así me cortaban a mí el pelo de pequeño. Me cobraban una peseta. Bien corto, bien corto, eh…
A partir del día en que recibí la zurra mi vida cambió. Por las noches, metido en la cama, restregaba contra las sábanas mis genitales, buscaba el placer acordándome de los azotes en el culo con que me obsequió el hermano Rafael. Deseaba, más que nada en el mundo, volver a ser castigado por él de aquella manera pero jamás se repitió nada parecido. Alguna bofetada me cayó, poca cosa, y no sentí ningún morbo. Creo sinceramente que aquello fue un arrebato de ira, una salida de tono, de las muchas que tenía mi tutor. Seguro que se arrepintió de humillarme así, gratuitamente, por algo que tampoco era tan grave. Tal vez le contase en confesión al padre Mendizábal lo sucedido y éste le dijese que un niño de nueve años tiene su dignidad y que los castigos deben ser proporcionales a la falta. Seguro que a aquel cura bonachón le pareció un despropósito maltratar a un pequeño inocente por algo tan insignificante como un borrón en un cuaderno.
Durante muchos años he guardado en mi interior esta experiencia disciplinaria, como si fuera un secreto, pensando que era el único en el mundo que sentía placer con estas cosas. Ahora quiero compartirlo con todos los amantes del spanking. Y sobre todo hago hincapié en una cosa: lo que os cuento en estas páginas es la pura verdad. Sucedió tal y como lo narro. He cambiado los nombres por respetar la privacidad de las personas.
EL BARBERO MILITAR.
martes, 23 de marzo de 2010
HISTORIA DE LOS PANTALONES CORTOS O SHORTS PANTS :
A todo ésto que ponemos en éste blogg, queda decir algo más antes de adentrarse en éste mundo de los uniformes y demás elementos que los acompañan, y es la prenda básica de los mismos, los shorts o pantalones cortos, pues bien, e aquí un extracto que pongo a continuación a vuestro servicio e interés, empezando por la propia historia de los mismos, es decir ¿ Por que los llevamos ?, sería la pregunta.Lo primero es que tanto hombres como mujeres lo llevan en la actualidad y se puede definir como una prenda que cubre parcialmente las piernas, habiendo entonces ahora diferentes medidas y tamaños, pero que, entonces cuando se empezó a usar, con los niños como protagonistas eran de una sola medida por encima de la rodilla de esos infantes, los adultos los llevarían a posteriori, tras la II Guerra Mundial, es decir los soldados que combatieron en lugares húmedos los llevaban como parte del uniforme, a los niños se les ponía durante la etapa hasta la pre-adolescencia, es decir que de los 6-14 muchos niños incluyendonos nosotros los habremos llevado, pero cabe decir que de los 14 en adelante, se llevaban largos eso marcaba la edad de inicio de relaciones con chicas por lo que llevar shorts, significaba que, todavía eras niño y por tanto las chicas se reían de tu infantilismo.La otra parte es que en muchos países por no decir la mayoría, el hecho de trabajar en la Oficina, no queda muy visto que se lleven, de hecho al no ser parte de un traje, de adulto, no se pueden llevar.Los hay de varios tipos, BOXER, DE PISTA, BERMUDAS, DE CAMINATA, CORTADOS Y MINOSHORTS.Las bermudas son aquellos que van por la rodilla o un poco arriba, los bóxer en realidad para el hombre es ropa interior, o sea calzoncillos, los de pista son aquellos que no cubre nada las piernas, los que llevan los atletas en sus competiciones, los de caminata son aquellos que llegan a las rodillas, pero se les añadió bolsillos y se les puede poner cinturón, aquí es dónde se ubicarían los de vestir de niño u uniformes escolares por ejemplo, luego están los cortados que son pantalones jeans largos de origen pero cortados, sea por desgaste o por gusto, se suele poner a varias medidas de las piernas, es más propio de chicas normalmente, y los chicos los ponen a la altura de las rodillas, y los minishorts que son de mujeres exclusivamente, son muy cortitos, y los varones jamás se pondrían eso.A todo ello añado yo los PANTALONES PIRATA, el inventó que destrozó a lo anterior y que es pantalón largo hasta los tobilloso un poco más de encima de eso, yo no apostaría de lo duradero de ello.
A todo ésto que ponemos en éste blogg, queda decir algo más antes de adentrarse en éste mundo de los uniformes y demás elementos que los acompañan, y es la prenda básica de los mismos, los shorts o pantalones cortos, pues bien, e aquí un extracto que pongo a continuación a vuestro servicio e interés, empezando por la propia historia de los mismos, es decir ¿ Por que los llevamos ?, sería la pregunta.Lo primero es que tanto hombres como mujeres lo llevan en la actualidad y se puede definir como una prenda que cubre parcialmente las piernas, habiendo entonces ahora diferentes medidas y tamaños, pero que, entonces cuando se empezó a usar, con los niños como protagonistas eran de una sola medida por encima de la rodilla de esos infantes, los adultos los llevarían a posteriori, tras la II Guerra Mundial, es decir los soldados que combatieron en lugares húmedos los llevaban como parte del uniforme, a los niños se les ponía durante la etapa hasta la pre-adolescencia, es decir que de los 6-14 muchos niños incluyendonos nosotros los habremos llevado, pero cabe decir que de los 14 en adelante, se llevaban largos eso marcaba la edad de inicio de relaciones con chicas por lo que llevar shorts, significaba que, todavía eras niño y por tanto las chicas se reían de tu infantilismo.La otra parte es que en muchos países por no decir la mayoría, el hecho de trabajar en la Oficina, no queda muy visto que se lleven, de hecho al no ser parte de un traje, de adulto, no se pueden llevar.Los hay de varios tipos, BOXER, DE PISTA, BERMUDAS, DE CAMINATA, CORTADOS Y MINOSHORTS.Las bermudas son aquellos que van por la rodilla o un poco arriba, los bóxer en realidad para el hombre es ropa interior, o sea calzoncillos, los de pista son aquellos que no cubre nada las piernas, los que llevan los atletas en sus competiciones, los de caminata son aquellos que llegan a las rodillas, pero se les añadió bolsillos y se les puede poner cinturón, aquí es dónde se ubicarían los de vestir de niño u uniformes escolares por ejemplo, luego están los cortados que son pantalones jeans largos de origen pero cortados, sea por desgaste o por gusto, se suele poner a varias medidas de las piernas, es más propio de chicas normalmente, y los chicos los ponen a la altura de las rodillas, y los minishorts que son de mujeres exclusivamente, son muy cortitos, y los varones jamás se pondrían eso.A todo ello añado yo los PANTALONES PIRATA, el inventó que destrozó a lo anterior y que es pantalón largo hasta los tobilloso un poco más de encima de eso, yo no apostaría de lo duradero de ello.
lunes, 22 de marzo de 2010
Piojos. Cortar por lo sano
Sucedió en el otoño de 1974. En aquel tiempo cursaba sexto de EGB y los chicos usábamos el cabello más o menos largo. Si te cortaban el pelo tipo militar te sentías estigmatizado, pensabas que los demás te miran con lástima cuando caminabas por la calle, incluso se mofaban de tu esquilada. Nadie en su sano juicio se cortaba el pelo a maquinilla, tan sólo los soldados de reemplazo y los señores mayores que vivían anclados en el pasado.
Pero ocurrió algo trágico. En el colegio de los Salesianos aparecieron varios casos de piojos en los cursos de mayores. Los muchachos portadores de tan vergonzante infección fueron expulsados hasta que no se cortaran el pelo como los reclutas. El pánico se apoderó de la comunidad escolar. Nuestro tutor, don Arturo, en clase de Formación nos explicó las enfermedades que transmitían el piojo y lo difícil que era luchar contra la infección. Nos aconsejó que nos cortáramos el pelo bien cortito como prevención y que nos lo laváramos con frecuencia, usando alguna loción para evitar ser contagiados. Pero la mayor amenaza venía del exterior. Nuestro tutor nos explicó que Sanidad podía tomar cartas en el asunto y que si la cosa iba a mayores mandarían a barberos para raparnos al cero. Así se había hecho en varios colegios públicos de Logroño.
El tema estrella de conversación durante los recreos y en los viajes de autobús escolar era el de los piojos. Mi amigo Jesús y yo nos dedicábamos a aterrorizar a los más pequeños diciéndoles que si venían los de Sanidad nos rasurarían el cráneo a todos, nos dejarían como al teniente Koyak, un detective televisivo que lucía una resplandeciente y esférica cabeza.
Y por desgracia nuestros presagios se cumplieron. Una mañana de lunes al formar en fila vimos a varios caballeros con bata blanca. A Jesús y a mí se nos puso un nudo en el estómago. Llevábamos el pelo larguito y así nos sentíamos más modernos y mayores. Cuando llegamos a clase don Arturo nos informó de cómo estaban las cosas:
-Ahora vamos a acudir en fila a la enfermería, nuestro curso va a ser de los primeros. Allí nos esperan los inspectores de sanidad y nos van a revisar las cabezas una a una. Esperemos que ninguno de la clase tenga piojos porque de lo contrario el corte de pelo que os van a meter a todos será de los que no se olvidan…
Uno a uno fuimos pasando por las manos de aquellos inspectores de rostro serio y mirada inquisitorial. Recuerdo que llevaban unos guantes de látex, de los que usan los médicos y que te revisaban una y otra vez, especialmente si llevabas el pelo largo. Tanto Jesús como yo estábamos libres de los huevos y de cualquier parásito. Quedaban por revisar unos diez chicos cuando le tocó el turno a un tal Alex. De repente uno de los sanitarios llamó al doctor y con cara seria reafirmó lo más temido. Había un caso de infección de piojos. Alex tenía liendres y parásitos capilares. La alarma saltó de nuevo al ser revisado un tal Víctor. Los dos piojosos coincidían con los más melenudos. La clase entera estaba sentenciada.
De nada sirvió el cable que nos echó don Arturo, intentando negociar con los sanitarios una salida digna. Todos los alumnos de la clase, sin excepción, debíamos ser rapados al cero. Tanto Jesús como yo intentábamos oír lo que les decía el tutor a aquellos funcionarios, pero no captamos más que alguna palabra suelta. Al final don Arturo nos dio la noticia más temida.
-Bueno chicos, han encontrado dos casos de piojos y algunos de vosotros podéis ser portadores de la infección en menos de veinticuatro horas. Sólo hay una solución: cortaros el pelo al cero. No hay otra salida. Os pido que seáis valientes y que os lo toméis con filosofía. No sois niños pequeños y por lo tanto vais a asumir las cosas como vienen. En formación y en completo silencio vamos a bajar a la clase de gimnasia….
Jesús y yo nos mirábamos asustados. ¿Qué iba a ser de nuestro pelo? Tanta lucha para que nuestros padres no nos mandasen a la peluquería y al final nos lo iban a cortar al cero. Aquello era terrible.
En la clase de gimnasia, que recientemente había sido revestida de parqué, habían instalado un sillón antiguo de barbero, un mueble y un espejo de cuerpo entero. Al parecer el acuartelamiento de Las Américas había prestado el instrumental para realizar la operación de higiene.
Nuestro tutor, con el rostro serio y desencajado nos dio las instrucciones. Lo íbamos a hacer por orden de lista. El primero era Albareda, un chico rubio y de pelo liso. Nos quedamos absortos contemplando como se sentaba en el sillón y como le colocaban una inmensa capa blanca. El barbero, un señor de unos treinta años, con bigotillo recortado y pelado a cepillo peinó al chico y acto seguido prendió una maquinilla eléctrica de carcasa gris oscura. No tenía ningún tipo de peine, sólo la cuchilla metálica y fría. Se la introdujo por la frente y le abrió una calle en el centro de la cabeza. La maquinilla dejaba a su paso el cabello cortado al milímetro. Albareda estaba pálido, con los ojos humedecidos, a punto de llorar. Grandes mechones caían al suelo de pelo rubio o se quedaban incrustados en los pliegues de la capa. El barbero, vistiendo una bata blanca impoluta, no mostró la menor piedad con nuestro compañero. Su cabeza a los pocos minutos había adquirido una forma esférica. El chico bajó la mirada, no quería verse en el espejo. Dos lágrimas de gran tamaño surcaron sus mejillas.
Uno a uno fuimos cayendo en manos del verdugo. Al parecer se trataba de un barbero militar que había sido requerido para aquella misión. Jesús pasó el mal trago antes que yo. Le toqué con cariño la cabeza y pinchaba que daba gloria. Recuerdo que al sentarme en el sillón giratorio el corazón me palpitaba a mil por hora. Sentí el peine alisándome mi pelo negro y abundante. El barbero hizo un comentario despectivo sobre lo largo que lo llevaba pero yo no supe reaccionar. Al poco oí el zumbido de la maquinilla y contemplé con terror como se acercaba a mi frente. Sentí un cosquilleo muy placentero, una vibración que me daba gustito. La maquinilla entró por la frente y se deslizó hasta salir por el cuello. Al mirarme en el espejo pude contemplar una franja de cabello rapado al milímetro. Al poco tenía la zona delantera de la cabeza totalmente despejada. Los mechones negros contrastaban brutalmente con la blancura de la capa. En el suelo, entremezclados con los pelos de los compañeros que me habían precedido, pude contemplar los restos de mi cabello. El cuello me lo apuró con una maquinilla de mano y me pasó la navaja barbero para perfilármelo mejor. Apenas habían pasado unos diez minutos cuando pude verme a mí mismo con la cabeza como una bola de billar.
Tanto a Alejandro como a Víctor les rasuraron la cabeza, con jabón y navaja barbera. Los dejaron para el final porque usaron un instrumental especial, que fue desinfectado debidamente. De la barbería improvisada fuimos conducidos a las duchas del vestuario. Nos tuvimos que duchar con agua caliente y se nos aplicaron unos polvos blancos muy pegajosos. Se trataba de un desinfectante para evitar que las liendres se adhiriesen a la piel.
En el recreo Jesús y yo nos acariciábamos constantemente la cabeza. Estábamos asustados y a la vez la experiencia nos resultaba placentera. Jamás olvidaremos aquel otoño del año 74.
EL BARBERO MILITAR.
Sucedió en el otoño de 1974. En aquel tiempo cursaba sexto de EGB y los chicos usábamos el cabello más o menos largo. Si te cortaban el pelo tipo militar te sentías estigmatizado, pensabas que los demás te miran con lástima cuando caminabas por la calle, incluso se mofaban de tu esquilada. Nadie en su sano juicio se cortaba el pelo a maquinilla, tan sólo los soldados de reemplazo y los señores mayores que vivían anclados en el pasado.
Pero ocurrió algo trágico. En el colegio de los Salesianos aparecieron varios casos de piojos en los cursos de mayores. Los muchachos portadores de tan vergonzante infección fueron expulsados hasta que no se cortaran el pelo como los reclutas. El pánico se apoderó de la comunidad escolar. Nuestro tutor, don Arturo, en clase de Formación nos explicó las enfermedades que transmitían el piojo y lo difícil que era luchar contra la infección. Nos aconsejó que nos cortáramos el pelo bien cortito como prevención y que nos lo laváramos con frecuencia, usando alguna loción para evitar ser contagiados. Pero la mayor amenaza venía del exterior. Nuestro tutor nos explicó que Sanidad podía tomar cartas en el asunto y que si la cosa iba a mayores mandarían a barberos para raparnos al cero. Así se había hecho en varios colegios públicos de Logroño.
El tema estrella de conversación durante los recreos y en los viajes de autobús escolar era el de los piojos. Mi amigo Jesús y yo nos dedicábamos a aterrorizar a los más pequeños diciéndoles que si venían los de Sanidad nos rasurarían el cráneo a todos, nos dejarían como al teniente Koyak, un detective televisivo que lucía una resplandeciente y esférica cabeza.
Y por desgracia nuestros presagios se cumplieron. Una mañana de lunes al formar en fila vimos a varios caballeros con bata blanca. A Jesús y a mí se nos puso un nudo en el estómago. Llevábamos el pelo larguito y así nos sentíamos más modernos y mayores. Cuando llegamos a clase don Arturo nos informó de cómo estaban las cosas:
-Ahora vamos a acudir en fila a la enfermería, nuestro curso va a ser de los primeros. Allí nos esperan los inspectores de sanidad y nos van a revisar las cabezas una a una. Esperemos que ninguno de la clase tenga piojos porque de lo contrario el corte de pelo que os van a meter a todos será de los que no se olvidan…
Uno a uno fuimos pasando por las manos de aquellos inspectores de rostro serio y mirada inquisitorial. Recuerdo que llevaban unos guantes de látex, de los que usan los médicos y que te revisaban una y otra vez, especialmente si llevabas el pelo largo. Tanto Jesús como yo estábamos libres de los huevos y de cualquier parásito. Quedaban por revisar unos diez chicos cuando le tocó el turno a un tal Alex. De repente uno de los sanitarios llamó al doctor y con cara seria reafirmó lo más temido. Había un caso de infección de piojos. Alex tenía liendres y parásitos capilares. La alarma saltó de nuevo al ser revisado un tal Víctor. Los dos piojosos coincidían con los más melenudos. La clase entera estaba sentenciada.
De nada sirvió el cable que nos echó don Arturo, intentando negociar con los sanitarios una salida digna. Todos los alumnos de la clase, sin excepción, debíamos ser rapados al cero. Tanto Jesús como yo intentábamos oír lo que les decía el tutor a aquellos funcionarios, pero no captamos más que alguna palabra suelta. Al final don Arturo nos dio la noticia más temida.
-Bueno chicos, han encontrado dos casos de piojos y algunos de vosotros podéis ser portadores de la infección en menos de veinticuatro horas. Sólo hay una solución: cortaros el pelo al cero. No hay otra salida. Os pido que seáis valientes y que os lo toméis con filosofía. No sois niños pequeños y por lo tanto vais a asumir las cosas como vienen. En formación y en completo silencio vamos a bajar a la clase de gimnasia….
Jesús y yo nos mirábamos asustados. ¿Qué iba a ser de nuestro pelo? Tanta lucha para que nuestros padres no nos mandasen a la peluquería y al final nos lo iban a cortar al cero. Aquello era terrible.
En la clase de gimnasia, que recientemente había sido revestida de parqué, habían instalado un sillón antiguo de barbero, un mueble y un espejo de cuerpo entero. Al parecer el acuartelamiento de Las Américas había prestado el instrumental para realizar la operación de higiene.
Nuestro tutor, con el rostro serio y desencajado nos dio las instrucciones. Lo íbamos a hacer por orden de lista. El primero era Albareda, un chico rubio y de pelo liso. Nos quedamos absortos contemplando como se sentaba en el sillón y como le colocaban una inmensa capa blanca. El barbero, un señor de unos treinta años, con bigotillo recortado y pelado a cepillo peinó al chico y acto seguido prendió una maquinilla eléctrica de carcasa gris oscura. No tenía ningún tipo de peine, sólo la cuchilla metálica y fría. Se la introdujo por la frente y le abrió una calle en el centro de la cabeza. La maquinilla dejaba a su paso el cabello cortado al milímetro. Albareda estaba pálido, con los ojos humedecidos, a punto de llorar. Grandes mechones caían al suelo de pelo rubio o se quedaban incrustados en los pliegues de la capa. El barbero, vistiendo una bata blanca impoluta, no mostró la menor piedad con nuestro compañero. Su cabeza a los pocos minutos había adquirido una forma esférica. El chico bajó la mirada, no quería verse en el espejo. Dos lágrimas de gran tamaño surcaron sus mejillas.
Uno a uno fuimos cayendo en manos del verdugo. Al parecer se trataba de un barbero militar que había sido requerido para aquella misión. Jesús pasó el mal trago antes que yo. Le toqué con cariño la cabeza y pinchaba que daba gloria. Recuerdo que al sentarme en el sillón giratorio el corazón me palpitaba a mil por hora. Sentí el peine alisándome mi pelo negro y abundante. El barbero hizo un comentario despectivo sobre lo largo que lo llevaba pero yo no supe reaccionar. Al poco oí el zumbido de la maquinilla y contemplé con terror como se acercaba a mi frente. Sentí un cosquilleo muy placentero, una vibración que me daba gustito. La maquinilla entró por la frente y se deslizó hasta salir por el cuello. Al mirarme en el espejo pude contemplar una franja de cabello rapado al milímetro. Al poco tenía la zona delantera de la cabeza totalmente despejada. Los mechones negros contrastaban brutalmente con la blancura de la capa. En el suelo, entremezclados con los pelos de los compañeros que me habían precedido, pude contemplar los restos de mi cabello. El cuello me lo apuró con una maquinilla de mano y me pasó la navaja barbero para perfilármelo mejor. Apenas habían pasado unos diez minutos cuando pude verme a mí mismo con la cabeza como una bola de billar.
Tanto a Alejandro como a Víctor les rasuraron la cabeza, con jabón y navaja barbera. Los dejaron para el final porque usaron un instrumental especial, que fue desinfectado debidamente. De la barbería improvisada fuimos conducidos a las duchas del vestuario. Nos tuvimos que duchar con agua caliente y se nos aplicaron unos polvos blancos muy pegajosos. Se trataba de un desinfectante para evitar que las liendres se adhiriesen a la piel.
En el recreo Jesús y yo nos acariciábamos constantemente la cabeza. Estábamos asustados y a la vez la experiencia nos resultaba placentera. Jamás olvidaremos aquel otoño del año 74.
EL BARBERO MILITAR.
martes, 16 de marzo de 2010
IMÁGENES CON LA CORREA
Típico de los azotes que se daban en casa por el padre normalmente, eso lo podreís haber vivido más cerca que la vara inglesa, yo no lo recuerdo bien pero seguro que alguna me llevé de azotes en las nalgas, si es así, por favor recordad y exponerlo aquí será tratado con la máxima seriedad posible.Ahora éstas fotos no son representativas, la correa es lo importante, los gestos que se hacen con ella, cerrarla como si te la fueras a poner en el segundo o tercer agujero, y estirar para que haga ruido antes de azotar, os garantizo que mete miedo ese ruido del cuero y más contra la piel.....
Típico de los azotes que se daban en casa por el padre normalmente, eso lo podreís haber vivido más cerca que la vara inglesa, yo no lo recuerdo bien pero seguro que alguna me llevé de azotes en las nalgas, si es así, por favor recordad y exponerlo aquí será tratado con la máxima seriedad posible.Ahora éstas fotos no son representativas, la correa es lo importante, los gestos que se hacen con ella, cerrarla como si te la fueras a poner en el segundo o tercer agujero, y estirar para que haga ruido antes de azotar, os garantizo que mete miedo ese ruido del cuero y más contra la piel.....
LA DISCIPLINA DE LOS SCHOOLBOYS :
No hay ninguna específica, si hay diferentes técnicas para dar unos azotes a los chicos malos, los ingleses en las escuelas usaban el CANING o vara, 6 eran los golpes que se daban en las nalgas, con los shorts y slips bajados.También en las manos se daban con el TAWSE que viene a ser una especie de artilugio con tres o dos tiras de cuero, esas tradiciones o CASTIGOS COPORALES como se les llamaba, están en desuso allí pero no en varios Estados de Asia, como Singapur, Malaysia y otros en código de justicia por delitos diversos.Ahora, tras ésta breve explicación en el caso de los adultos que nos divertimos aquí, es simplemente para recordar, quienes lo hayan vivido,y los que no poder probar que se siente, claro que, se necesita un SPANKER o AZOTADOR que de fuerte los azotes, y unas nalgas bien rojas.Por otra parte, si has de hacer de Schoolboy, éstas disciplinas escolares están incluidas en los montajes que se hacen.......Por cierto, yo aqui en éste blog me voy a permitir el lujo de poder al menos poner más fotos de mis disciplinas, aunque aviso que no tengo azotador y que soy yo mismo probando sensaciones e ideas.
No hay ninguna específica, si hay diferentes técnicas para dar unos azotes a los chicos malos, los ingleses en las escuelas usaban el CANING o vara, 6 eran los golpes que se daban en las nalgas, con los shorts y slips bajados.También en las manos se daban con el TAWSE que viene a ser una especie de artilugio con tres o dos tiras de cuero, esas tradiciones o CASTIGOS COPORALES como se les llamaba, están en desuso allí pero no en varios Estados de Asia, como Singapur, Malaysia y otros en código de justicia por delitos diversos.Ahora, tras ésta breve explicación en el caso de los adultos que nos divertimos aquí, es simplemente para recordar, quienes lo hayan vivido,y los que no poder probar que se siente, claro que, se necesita un SPANKER o AZOTADOR que de fuerte los azotes, y unas nalgas bien rojas.Por otra parte, si has de hacer de Schoolboy, éstas disciplinas escolares están incluidas en los montajes que se hacen.......Por cierto, yo aqui en éste blog me voy a permitir el lujo de poder al menos poner más fotos de mis disciplinas, aunque aviso que no tengo azotador y que soy yo mismo probando sensaciones e ideas.
sábado, 13 de marzo de 2010
OTRAS ROPAS :
Aquí lo que se trataba era de ponerse más bien ropa de escolar aunque no el característico grey inglés sinó ropa que usaban en Francia en los años 30 y 40, aunque aquí es dónde podemos esoecificar, estoy en la obligación para no crear malos entendidos, empezaré por decir que no eran asi generalmente, por que les faltaba una especie de capa, los pantalones cortos si eran la nota general, además de vestir, aqui reflejo lo que sería para ir a la escuela, aunque esta no fuera provada o católica, se consideraba que los niños debían ir bien vestidos a ella.Y cabe decir que, éste experimento me gustó tanto que añadiría que fué una gran experiencia, ya que me era desconocido que en Francia hubiera tradición de uniforme, pero las películas de los 30 y 40 así lo reflejan bien.
Aquí lo que se trataba era de ponerse más bien ropa de escolar aunque no el característico grey inglés sinó ropa que usaban en Francia en los años 30 y 40, aunque aquí es dónde podemos esoecificar, estoy en la obligación para no crear malos entendidos, empezaré por decir que no eran asi generalmente, por que les faltaba una especie de capa, los pantalones cortos si eran la nota general, además de vestir, aqui reflejo lo que sería para ir a la escuela, aunque esta no fuera provada o católica, se consideraba que los niños debían ir bien vestidos a ella.Y cabe decir que, éste experimento me gustó tanto que añadiría que fué una gran experiencia, ya que me era desconocido que en Francia hubiera tradición de uniforme, pero las películas de los 30 y 40 así lo reflejan bien.
viernes, 12 de marzo de 2010
ESCOLARES BELGAS :
Gracias a un buen amigo que es de esos lugares, me ayudó a elaborar éste uniforme que representa a lo único que en ese país puede llevar uniforme, son en las escuelas católicas del país, la resta van de ropa de calle.Por eso, con la descripción hecha por él según él ve en su zona dónde vive, que no diremos, es éste el uniforme con camisa azul cielo, americana y pantalón azul marino largo, con zapatos y sin corbata, yo añadí otra versión con shorts para ver como quedaba....
Gracias a un buen amigo que es de esos lugares, me ayudó a elaborar éste uniforme que representa a lo único que en ese país puede llevar uniforme, son en las escuelas católicas del país, la resta van de ropa de calle.Por eso, con la descripción hecha por él según él ve en su zona dónde vive, que no diremos, es éste el uniforme con camisa azul cielo, americana y pantalón azul marino largo, con zapatos y sin corbata, yo añadí otra versión con shorts para ver como quedaba....
AMERICAN SCHOOLBOYS :
Yo lo llamo así, a las escuelas de élite de los EE.UU otra forma de ver, los escolares uniformados que, como veis en las imágenes, llevan americana y pantalón largo, los shorts en su caso es para las clases de gimnasia, hay películas que reflejan ese estilo de vida escolar y, sin duda, recordareís EL CLUB DE LOS POETAS MUERTOS,con Robin Williams haciendo de profesor de literatura, en esa película, por cierto sale PADDLE, es decir azotes con pala, muy característico de las escuelas americanas, en vez del CANE inglés, aqui no se bajan los pantalones, por que el material de ellos y los calzoncillos es completamente delgado, asi que como se ve en esa escena, el chico azotado, se agacha y recibe los golpes con dolor, por que no hay protección teórica.Yo veis sin animo de ofender a nadie que he transmitido una idea similar, para que veaís como sería.....
Yo lo llamo así, a las escuelas de élite de los EE.UU otra forma de ver, los escolares uniformados que, como veis en las imágenes, llevan americana y pantalón largo, los shorts en su caso es para las clases de gimnasia, hay películas que reflejan ese estilo de vida escolar y, sin duda, recordareís EL CLUB DE LOS POETAS MUERTOS,con Robin Williams haciendo de profesor de literatura, en esa película, por cierto sale PADDLE, es decir azotes con pala, muy característico de las escuelas americanas, en vez del CANE inglés, aqui no se bajan los pantalones, por que el material de ellos y los calzoncillos es completamente delgado, asi que como se ve en esa escena, el chico azotado, se agacha y recibe los golpes con dolor, por que no hay protección teórica.Yo veis sin animo de ofender a nadie que he transmitido una idea similar, para que veaís como sería.....
sábado, 6 de marzo de 2010
LA PARTE DE LOS BOY SCOUTS/ MARINERO
Muchos, habreís ido de Boy Scauts en la montaña, yo no precisamente, pero no es precisamente ese tipo de Boy Scaouts a los que me refiero sinó a los de antaño, los que van uniformado, por que ahora se admitieron Jeans y cosas modernas, pero los de antes con su traje específico son los importantes, yo he visto como son, y me gustaría poder ver alguno aqui que lo reproduzca, de los chicos marinero idem de lo mismo, yo de la Marina si hice algun trabajo aunque poco, cierto lo reconozco, pero válido....En algunos países tanto unos como los otros siguen teneindo tradición, los chicos de entre los 7-15 o hasta la mayoría de edad, están en esas formaciones aprendiendo cosas de la naturaleza y supervivencia al más estilo militar, yo eso es una cosa que admiro, por que asi, los chavales no están en las calles y aprenden disciplina de algo, allí nadie se droga, ni bebe, como ahora ocurre, no voy a dar charlas de ello por que somos adultos todos, solo fijarnos en los trajes en cuestión para darse cuenta....
Muchos, habreís ido de Boy Scauts en la montaña, yo no precisamente, pero no es precisamente ese tipo de Boy Scaouts a los que me refiero sinó a los de antaño, los que van uniformado, por que ahora se admitieron Jeans y cosas modernas, pero los de antes con su traje específico son los importantes, yo he visto como son, y me gustaría poder ver alguno aqui que lo reproduzca, de los chicos marinero idem de lo mismo, yo de la Marina si hice algun trabajo aunque poco, cierto lo reconozco, pero válido....En algunos países tanto unos como los otros siguen teneindo tradición, los chicos de entre los 7-15 o hasta la mayoría de edad, están en esas formaciones aprendiendo cosas de la naturaleza y supervivencia al más estilo militar, yo eso es una cosa que admiro, por que asi, los chavales no están en las calles y aprenden disciplina de algo, allí nadie se droga, ni bebe, como ahora ocurre, no voy a dar charlas de ello por que somos adultos todos, solo fijarnos en los trajes en cuestión para darse cuenta....
jueves, 4 de marzo de 2010
DEPORTES
Ah ! éste tema es amplio, pero nos fijaremos quizá para todos en la moda se los shorts y de aquellas modas raras, de los 70 y 80.Si, aquellas en las que los shorts eran cortísimos, y que ahora se siguen haciendo pero con otro uso, el atletismo, esos shorts de los cuales más de uno hemos tenido, incluido yo, y ya vereís, eran los reyes de los veranos juveniles, ahora están pasados de moda,y es que los shorts en si, para los SCHOOLBOYS eran la libertad de por un día, no llevar uniforme en la escuela durante las clases de gimnasia, sentirse como otro chaval que va a un colegio público en según que países, y llevar ropa no de grey o oscura, y arreglado.Pero la demostración mía aquí, para vosotros es simplemente para que veáis los shorts en cuestión, no por nada de sexo o por el estilo, no penséis mal, ésto como ya digo siempre es un arte a respetar, hobbie que, si estáis aquí es por que repitáis, opináis si es que algún día lo hacéis, y seguiréis con atención mis consejos.
Ah ! éste tema es amplio, pero nos fijaremos quizá para todos en la moda se los shorts y de aquellas modas raras, de los 70 y 80.Si, aquellas en las que los shorts eran cortísimos, y que ahora se siguen haciendo pero con otro uso, el atletismo, esos shorts de los cuales más de uno hemos tenido, incluido yo, y ya vereís, eran los reyes de los veranos juveniles, ahora están pasados de moda,y es que los shorts en si, para los SCHOOLBOYS eran la libertad de por un día, no llevar uniforme en la escuela durante las clases de gimnasia, sentirse como otro chaval que va a un colegio público en según que países, y llevar ropa no de grey o oscura, y arreglado.Pero la demostración mía aquí, para vosotros es simplemente para que veáis los shorts en cuestión, no por nada de sexo o por el estilo, no penséis mal, ésto como ya digo siempre es un arte a respetar, hobbie que, si estáis aquí es por que repitáis, opináis si es que algún día lo hacéis, y seguiréis con atención mis consejos.
lunes, 1 de marzo de 2010
ROPA ITALIANA DE LOS 50
Bien, tal y como prometí sin ofender a nadie, por supuesto, y menos a las generaciones de italianos que vivieron esas épocas tan duras de pos-guerra, ésta ropa desea llamar la atención por la combinación de elementos, los niños españoles también quizá en esos días tan complicados podrían llevar ropas similares, pero es más de jerseys y camisas combinados con shorts de todo tipo, de vestir, y zapatos.Ahora deseo compartir con vosotros esta genial idea, me gustó y fue un reto, yo reflejo aquí a esos niños que salían en las películas italianas de los 50 y que irían así vestidos más o menos, del short al pantalón largo pasaban a los 14 0 15 cara a las chicas, éstas no les gustaban los chicos en shorts por que serían demasiado infantiles, esa cultura se mantuvo bien hasta los 70, por que los estereotipos de la moda cambiaron.....
Bien, tal y como prometí sin ofender a nadie, por supuesto, y menos a las generaciones de italianos que vivieron esas épocas tan duras de pos-guerra, ésta ropa desea llamar la atención por la combinación de elementos, los niños españoles también quizá en esos días tan complicados podrían llevar ropas similares, pero es más de jerseys y camisas combinados con shorts de todo tipo, de vestir, y zapatos.Ahora deseo compartir con vosotros esta genial idea, me gustó y fue un reto, yo reflejo aquí a esos niños que salían en las películas italianas de los 50 y que irían así vestidos más o menos, del short al pantalón largo pasaban a los 14 0 15 cara a las chicas, éstas no les gustaban los chicos en shorts por que serían demasiado infantiles, esa cultura se mantuvo bien hasta los 70, por que los estereotipos de la moda cambiaron.....
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GRAN BLOG
ÉSTE ES UN BLOG DEDICADO A LOS UNIFORMES ESCOLARES Y SIMILARES, BOY SCOUTS Y MARINERO ENTRE OTROS, A SU VEZ ÉSTE BLOG TRATA DE HISTORIA DE TODOS ELLOS, HAY FOTOS REALIZADAS POR EL AUTOR, NADIE MÁS SALE EN ÉL A EXCEPCIÓN DE ALGUNAS COMPARATIVAS Y SI SALEN MENORES SE LES TAPA LA CARA POR COMPLETO PARA NO SER RECONOCIDOS, Y POR SUPUESTO SIEMPRE DESDE LA SIMPATÍA NO AGRESIVA NI INSULTANTE PARA NADIE.POR ÚLTIMO DECIR QUE SE USAN DE VEZ EN CUANDO FOTOS EN RELACIÓN A LO QUE SE ESCRIBE, USANDO ESA NORMA DE TAPAR ROSTROS POR SI SALEN MENORES.......